Por definición, cualquier porquería cinematográfica adscrita a ese subgénero terrorífico conocido como “gore”, consistente en la acumulación de sinsentidos narrativos que desemboquen irrevocablemente en la muestra en planos cortos de vísceras, pedacitos de cerebro, miembros amputados, sesiones de canibalismo, torturas, malos tratos y demás ejercicios de corte y confección bisturí o sierra mecánica en mano, ha de ir de cabeza a engrosar esta sección. Y a mancharla. Pero incluso en la bazofia del “gore” hay clases, películas con cierto gramo de inteligencia y atisbos de crítica social, parodias que no hacen sino cachondearse conscientemente de su propia naturaleza y también involuntarios ejercicios de comedia delirante y surrealista, que por más mondongos que induzcan a la repulsión del espectador, apenas da tregua a las carcajadas con sus continuas demostraciones de incompetencia técnica, absurdos argumentales y ridículos visuales. Es el caso de Blood feast (1963), considerada por muchos como fundadora del subgénero “gore”, y realmente una desternillante imbecilidad sanguinolenta.
Y no se trata de que la salsa de tomate embadurne hasta al apuntador: es que más idiota no puede ser, aparte que repugnante, claro. Partimos de un antihéroe al menos original: un proveedor de comida rápida egipcia. Ése va a ser nuestro psicópata, el tarado mental a través del cual la película va a exponer su orgía de vísceras y hemoglobina en un continuo ejercicio de repetición para ofrecer lo único que le importa: la exposición explícita de una violencia cruel y sangrienta a través de la loca carrera criminal de un mendrugo de categoría que, como buen perturbado egipcio, intenta recrear con partes de los cuerpos de sus víctimas la imagen de su diosa, nada menos que Ishtar. Y ahí radica el primer problema, que Ishtar no es una diosa del Antiguo Egipto, sino una divinidad babilónica del amor y de la guerra, de la virilidad y la fertilidad, entre otras muchas competencias exclusivas dentro del habitual pluriempleo de las deidades ancestrales (cuando no había problemas de paro, claro). El caso es que tenemos a un asesino psicópata de origen egipcio que para reconstruir el cuerpo de una divinidad babilónica insiste en despachar de manera salvaje y cruel a una serie de señoritas de más o menos buen ver en la soledada Miami donde ejerce su labor de catering. Y no las pasaporta de cualquier manera: su modus operandi incluye la liquidación tipo Norman Bates (esto es, cuchillo en mano y en plena ducha), la muerte a latigazos y el rebajamiento de cerebro a morena retozona en pleno éxtasis amoroso con su churri en la playa.
Entre lo positivo, cabe destacar su breve duración, apenas 67 minutos. Entre lo negativo, está filmada con evidente falta de medios, con un presupuesto ínfimo que trata de rellenarse con amplias dosis de mal gusto y, allí donde se puede, incluso peor gusto. A ello hay que añadir un protagonista absolutamente risible (Max Arnold, cuya mayor virtud consiste en sacarse los ojos de las órbitas para representar la locura homicida) y un antagonista positivo, un detective (William Kerwin) que aún es más tonto y patético que un asesino egipcio que se equivoca de diosa a la que adorar. Junto a la palmaria incapacidad del Herchsell Gordon Lewis para la dirección cinematográfica hay que añadir su espantosa fotografía y el pésimo uso de la abominable música, también compuesta por el director y consistente en las típicas melodías de órgano en plan Johann Sebastian Bach mezcladas con percusiones que no querría para sí ni la más abochornante canción del verano.
En resumen, tan mala tan mala que de mala uno no puede parar de reírse ante tamaño ejercicio de cretinismo que, no obstante, permitió a su director ampliar su filmografía con media docena de títulos más, todos en la estúpida línea de la presente película, por llamarla de alguna forma. Un atentado al buen gusto que, no obstante, insistimos, con la adecuada dosis de sustancias espirituosas puede provocar carcajadas memorables y que convierte al famoso Ed Wood en un virtuoso del Séptimo Arte.
Acusados: todos
Atenuantes: dura 67 minutos y, convenientemente dopado, el espectador puede encontrarle el lado cómico y reírse hasta que le duela el estómago
Agravantes: la sangre a raudales, los ridículos protagonistas, los asesinatos rebuscados y sanguinolentos, el vacío de un guión demencial, la horrible fotografía y la disparatada y rayante música
Sentencia: culpables
Condena: levantarse de sus tumbas (si es que están muertos ya, cosa que, sinceramente, esperamos) e ir de público a cualquier programa de Telecinco; si todavía viven, ir de público a cualquier programa de Telecinco