Revista Cine

La tienda de los horrores – El ansia

Publicado el 09 abril 2011 por 39escalones

La tienda de los horrores – El ansia

El ansia constituye el debut en la dirección por todo lo bajo de otro habitual de esta sección, Tony Scott, el hermano tonto de Ridley. En ella, el bueno de Tony ya da muestras de por dónde van a ir los tiros en su filmografía, repleta de títulos de mamporros, efectos especiales, tiros a mansalva, lenguaje soez, estética videoclipera, personajes y tramas superficiales (empobrecidos a menudo a partir del guión original, como en el caso de Amor a quemarropa) y repartos ocasionalmente brillantes casi siempre desaprovechados. Y lo que es peor, la cosa ha terminado contagiando al resto de la familia, ya que Ridley, aunque con otro aire, le ha seguido los pasos.

Mucho antes de que Coppola convirtiera a Drácula en protagonista de una ópera visual, de que a los suecos se les ocurriera dotar a los vampiros de la capacidad de erigirse en vehículos para la crítica social y el drama de personajes, y de que a cierta lumbrera le explotara el cerebelo trasladando el universo vampírico a un instituto norteamericano de niños pijos y agilipollados, Scott tuvo la “original” visión de trasladar los esquemas clásicos de las crónicas vampíricas al Manhattan de los años ochenta, estilizados, edulcorados, pasados por el estilo neogótico y la música de Bauhaus, y encontrando en el exotismo de sus protagonistas (Catherine Deneuve y David Bowie) el vehículo perfecto para su historia, y en su antagonista, la Van Helsing de turno (Susan Sarandon), el contrapeso adecuado de realismo para una historia de terror mágico presuntamente adornado de malditismo romántico.

La premisa incluso pudiera considerarse interesante: Miriam Blaylock, un vampiro, una vampira, o vampiresa, o como se diga, de lo más chic y moderna (la Deneuve), colecciona ropas caras, objetos de arte, preferentemente del Antiguo Egipto y del Renacimiento, amantes y víctimas con las que nutrirse de RH. Como es de lo más mona, nunca le faltan pretendientes dispuestos incluso a ceder sus almas a cambio de una existencia sin fin al lado de semejante chicarrona, aunque cuando ella se cansa de sus amores, éstos no hacen sino envejecer súbita e interminablemente hasta convertirse en vegetales. Como nada dura siempre, su actual amante (Bowie) salta de golpe a la edad del IMSERSO y ella ha de buscarse otro plan. Mientras tanto, una investigadora muy sesuda que experimenta con ¡¡¡¡macacos!!!! empieza a olerse la tostada de que algún vampiro hay suelto por ahí; el encuentro entre ambas, como indica la foto superior, se salda con un momento lésbico filmado con presuntos tacto y elegancia mientras suena Lakmé, de Delibes.

El problema es que el desarrollo es un absoluto delirio. Ninguna pregunta obtiene más respuesta que los caprichosos encuadres de Scott, su gusto por vestir las escenas de solemnes y clásicas melodías o, por el contrario, de ritmos ochenteros atronantes, un intento abigarrado, excesivo y estilísticamente agotador de enlazar la tradición vampírica del este de Europa con la modernidad del Nueva York hortera y cutre de los ochenta: hombreras, cueros, calentadores, peinados esculpidos, maquillajes tipo clown, sombreros dignos de Ascott y mucho color negro. La apuesta estética, a todas luces excesiva, no viene acompañado por un verdadero guión ni por un trabajo de personajes. La Deneuve poco aporta más allá de su elegante y sofisticada percha, convertida en final mueca de horror con la interminable y efectista conclusión que Scott prolonga inconteniblemente hasta los créditos finales; Bowie presta su inquietante presencia a un personaje que es sin duda el más interesante, el que más juego hubiera podido dar si Scott no se hubiera concentrado en recrear sus arrugas exteriores y hubiera apostado por revelar sus cicatrices interiores, y la Sarandon va de bollycao de manera un tanto forzada, sin poder desplegar ni un ápice de sus contrastadas cualidades en un personaje que no de más de sí.

Pero ningún defecto ni ninguna idea fallida alcanzan a igualar el absoluto despropósito de un guión repleto de absurdeces, de recovecos vacíos, de inconsistencias ancladas en los estrambóticos efectismos de Scott. Nada viene de ninguna parte ni va a ningún sitio, no queda ni rastro de la carga metafórica del mito clásico del vampiro, ni tampoco de sus huellas estéticas reconocibles. Ninguna idea, ninguna profundidad, ningún mensaje subliminal excepto una entrega total a un romanticismo barato y a una apoteosis de la cultura pop. Nada de diálogos trabajados ni de frases geniales. Todo languidez narrativa, una cadencia intencionadamente lírica pero vacía, más irritante que subyugante, que deviene en tontería mayúscula con su finalización ridícula.

Visto lo visto, Scott no podía dar mucho más de sí y, exceptuando algún momento brillante en sus películas de acción, generalmente acopio de fanfarria y cacharrería, no ha conseguido jamás levantar el vuelo como realizador de algo que se parezca medianamente a una película (Amor a quemarropa aparte, aunque ahí el mérito lo tiene el guión de Quentin Tarantino), consiguiendo, por el contrario, que su hermano se parezca cada día más a él.

Acusados: todos
Atenuantes: la excelente interpretación, plena de matices, de sensibilidad, de contundencia, con miradas y gestos poderosos, de una dicción perfecta de… ¡¡¡los macacos!!!
Agravantes: la exhibicionista dirección de Scott, empeñado en subrayar cada fotograma con su “genial” presencia
Sentencia: culpables
Condena: como sugiere la canción, zumo de bellota para tanto idiota


La tienda de los horrores – El ansia

Volver a la Portada de Logo Paperblog