Revista Cine
El principal reclamo publicitario del cartel promocional de esta porquería fílmica otorgaba más protagonismo al productor, Luc Besson, que al director, Gérard Krawczyk, “famoso” por haberse hecho cargo de la excesiva saga Taxi o de películas bienintencionadas pero finalmente fallonas como El albergue rojo. Se supone que la mención de Besson, uno de esos presuntos genios encumbrados por la publicidad y por los “modernos” amantes de la cacharrería y la pirotecnia videoclipera en la pantalla debía avalar la calidad de esta pseudopelícula de aventuras, pero lo único que consigue es acrecentar la sensación de que la tibieza y el escepticismo en la apreciación de las supuestas cualidades fílmicas de Besson es algo más que una intuición acertada. En cualquier caso, la película de Besson y Krawczyk deja a las claras de que en Francia también se producen, se filman y se ven bodrios a escala monumental. Vaya por delante que este tueste ni siquiera era necesario, ya que existe una película previa, también francesa, también muy discretita, que se llama exactamente igual y que cuenta la misma historia, y cuya mayor virtud es que el papel de la gitana está interpretado por Gina Lollobrigida, que como actriz siempre ha sido justita, pero que proporciona un grado de exuberancia y belleza al personaje que ni se vislumbra en la versión de 2003, en la que está interpretado -es un decir- por Penélope Cruz, en otra de sus “grandiosas” intervenciones en el cine internacional.
La película falla desde el inicio al apostar por un tono frívolo y fallidamente cómico en su retrato del siglo XVIII francés: un país luminoso, tranquilo, feliz, lleno de lujos, sin hambre ni corrupción, en el que las mujeres se dejaban conquistar y fornicar con facilidad y los hombres no dotados de físico y encanto para jugar perpetuamente a Casanova, se dedicaban al otro deporte nacional, la guerra contra los alemanes y los ingleses. En este marco, Fanfan (Vincent Perez, horroroso) trata de huir de un matrimonio forzoso al que le obliga el padre de una de sus temporales conquistas amatorias y termina enrolándose en el ejército que Luis XV está armando para luchar contra sus enemigos. La hija del sargento del pelotón de reclutamiento (Pé), que como buena gitana ejerce la lectura del porvenir en las manos de los incautos, le predice que al tomar el camino del ejército su futuro le depara un sorprendente casorio con una de las hijas del rey. Cuando Fanfan combate contra unos bandidos que asaltan una carroza real en la que Henriette, la hija de Luis XV, viaja con Madame de Pompadour, cree que la profecía va a cumplirse. Pero los asaltantes no son bandidos, sino mercenarios contratados por un agente que sirve a una potencia extranjera…
Así, sobre el papel, el planteamiento parece hasta interesante para una comedia de aventuras de época, repleta de secuencias de acción, combates a espada, persecuciones, romance, ironía y humor. Y podría serlo, si productor, director e intérpretes no apostaran por las bufonadas y las tonterías sin gracia. En primer lugar, el guión es para echarse las manos a la peluca. Las situaciones no tienen gracia, los diálogos, rápidos, carecen de réplicas ingeniosas, las críticas al Antiguo Régimen, a la ociosidad de la aristocracia, a la guerra como pasatiempo o como fuente de riquezas o de satisfacción de ambiciones personales son tibias, superficiales, frívolas, y los personajes no tienen historia. Fanfan no viene de ninguna parte ni trabaja en nada: no es noble ni plebeyo, no es parisino ni del campo, no tiene padres, hijos, oficio ni beneficio, no se sabe de qué vive, si sabe leer y escribir; solo se sabe que se tira a todo lo que lleva faldas, que tiene mucha labia, que es un guaperas, que es un listillo y que sabe manejar la espada y hacer acrobacias mientras combate. La gitana, Adeline, es gitana y punto (todo el mundo sabe, según Besson y compañía, lo que es una gitana del siglo XVIII, ¿para qué contar más?). Los malos son muy malos, y tontos, los buenos son buenos, y tontos, excepto Fanfan, que de tan listo, ingenioso y ocurrente llega a indigestarse tanto como con los personajes de listillo guaperas de Tom Cruise o Leo DiCaprio. El romance incipiente -y previsible a más no poder- entre los bellos -o presuntamente bellos, porque Pé no está especialmente favorecida- apenas está trabajado, las secuencias de acción y lucha no son nada del otro jueves, los momentos de humor e ingenio no tienen gracia, el slapstick es pobre de solemnidad, y la fotografía, apreciable, y la labor de ambientación, vestuario y puesta en escena, acertada como película de época (solo faltaba que la película patinara también en eso) resulta poco bagaje para apreciar una historia cuyo mayor problema es que es un tostón irrecuperable.
Personajes que no vienen de ninguna parte ni van a ningún sitio, mera acumulación de episodios sin hilo conductor suficiente (una vaporosa predicción y un empeño absurdo en seguir su pista), sin lógica, verosimilitud ni continuidad, un villano sin carisma ni razón suficiente, la insoportable presunción del protagonista, que no para de poner sonrisitas ocurrentes y jactanciosas, la falta de química entre la pareja principal, la falta de contextualización de lo que ocurre en el conflicto europeo (¿es la Guerra de los Siete años?¿La Guerra de Sucesión de Polonia?), un ritmo postizo que intenta ocultar con velocidad y sucesión de episodios la ausencia de coherencia y de ensamblaje interno, entre otras muchas cosas, hacen de este subproducto una de las peores cosas que han salido del cine francés en mucho, muchísimo tiempo, que ha acabado prácticamente con la carrera de Vincent Perez, que en los noventa se convirtió en el galán francés por excelencia, y que viene a reafirmar a quienes opinan que la prosperidad cinematográfica de Penélope Cruz ha venido gracias a sus “actuaciones” tras las cámaras, y no delante de ellas.
Acusados: todos
Atenuantes: alguna réplica de diálogo, algún atisbo de situación
Agravantes: todo lo demás
Sentencia: culpables
Condena: ingestión masiva de albóndigas de perdigones con alpiste