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La tienda de los horrores – Juego asesino (The watcher)

Publicado el 14 enero 2012 por 39escalones

La tienda de los horrores – Juego asesino (The watcher)

Una de las cosas más horrendas que puede echarse uno a la cara en lo que a películas de psicópatas se refiere es The watcher (titulada en España Juego asesino, sin duda toda una declaración de intenciones respecto al efecto que la película pretende tener en el público…), dirigida en 2000 por un tal Joe Charbanic, cuyo nombre parece más propio de un técnico que revise calderas y calentadores que de un director de cine (hay que ver, el deterioro del cine se percibe incluso en el nombre de los directores: ¿qué clase de películas pueden dirigir tipos llamados Brett Ratner o Breck Eisner, que parecen nombres de modelos de monopatín?). Este bodrio, sin embargo, consigue ir más allá que el noventa y nueve por ciento del noventa por ciento del cine de psicópatas -el porcentaje malo-: el espectador, tras comprobar lo pésimo y patético que resultan el protagonista y los personajes, digamos, “positivos”, ni siquiera puede consolarse deseando el triunfo del asesino en serie de turno, normalmente caracterizado con más gracia y encanto que sus oponentes. Y eso sucede porque si el bueno aquí es James Spader, que ha vivido mejores horas, y que aquí posa delante de cámara con una perpetua cara de alelado (vamos, como si para interpretar, es un decir, a este atormentado policía se hubiera inspirado en Nicolas Cage), el malo maloso es otro acartonado, el cagamandurrias de Keanu Reeves, que demuestra que todavía es peor eligiendo papeles que actuando. Completa el trío protagonista Marisa Tomei, que no se entiende qué puñetas hace aquí encarnando a un personaje que no se entiende qué puñetas hace aquí, excepto quizá salir de vez en cuando para que al final de la película el psicópata asesino tenga un rehén con que chantajear al poli bueno. Lo que se dice una birria.

El caso es que James Spader interpreta a Joel Campbell, un agente del FBI que sufre agotamiento físico y tormento mental tras años dedicado a la persecución de asesinos en serie (y suponemos, después de estar harto de latas de sopa de su mismo nombre) y que se refugia en Chicago para vivir en el anonimato (o, como dirían Gomaespuma, en el economato) de una vida corriente y moliente. El caso es que, después de un año viviendo con cara de panoli, yendo al psiquiatra (aquí entra Marisa Tomei), sentado en el suelo y con la casa hecha unos zorros para evidenciar en cámara su depresión (los depresivos puede que estén deprimidos, pero no son necesariamente unos guarros), como corresponde a un imitador barato de John McClane en La jungla de cristal, una noche se encuentra con su edificio acordonado por la policía y con la noticia de que una vecina suya ha sido cruelmente asesinada. Como Campbell estará deprimido y harto de sopa, pero no está tonto del todo, identifica en el crimen los modos y maneras de David Allen Griffin (Reeves), un asesino al que persiguió sin éxito durante cinco años y con el que llegó a una peligrosa relación de comunicación e intimidades. Campbell sale de su anonimato, se revela ante la policía y asume el caso en plan salvapatrias, en la habitual carrera por descubrir los acertijos que plantea el asesino sobre sus próximas víctimas a fin de ponerlas a salvo antes de que Allen les sacuda con la llave de su mismo nombre.

La película es una pamemada de campeonato. Recorre uno por uno todos los tópicos más sobados y agotados de este tipo de thrillers de bajo perfil, con el policía y el matarife jugando al ratón y al gato, pistas, caminos equivocados, crueles muertes, diálogo telefónico de madrugada, amenazas, declaraciones de comprensión y de no poder vivir el uno sin el otro dado que es el malo el que da sentido al bueno, persecución, clímax final y apoteosis mortal con despliegue de cacharrería, pirotecnia y acción de tres al cuarto. El guión es de las cosas más lamentables jamás escritas, Spader se limita a poner cara de flequillo alucinado durante los 97 minutos de despropósito, Reeves hace lo de siempre, esto es, no actuar (en el peor sentido), y Tomei, absolutamente desaprovechada, cumple saliendo delante de la cámara cuando le dicen que salga, hablando cuando dicen que hable, y cobrando su cheque (que imaginamos que tampoco debió de ser muy cuantioso).

Estéticamente, la película parece filmada en vídeo de alta definición, con una imagen limpia, más bien televisiva, aunque el director, el de las calderas, no debía de andar muy creativo por entonces y solamente se encarga de poner la cámara en un sitio, sin complicaciones, sin movimientos, virguerías ni intento alguno por desarrollar algo parecido a un lenguaje visual, al uso simbólico de objetos o a la profundidad en el desarrollo de situaciones, algo difícil cuando se manejan personajes, no ya arquetípicos, sino de puro cartón-piedra.

Esta “cosa”, que ni siquiera merecería salir al mercado en formato casero, es posiblemente la peor película de psicópatas de todos los tiempos (incluido el gore), y son 97 minutos que uno puede invertir en cualquier operación útil, como sacarse las pelotillas del ombligo, por ejemplo.

Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: todo
Sentencia: culpables
Condena: un buen retortijón de tripas con el culo previamente grapado con una grapadora industrial


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