Revista Cine

La tienda de los horrores: La carrera de la muerte del año 2000

Publicado el 20 septiembre 2013 por 39escalones

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Después del paréntesis veraniego, retomamos esta sección como debe ser, es decir, por todo lo bajo, con La carrera de la muerte del año 2000 (Death race 2000, Paul Bartel, 1975), inexplicable producción de Roger Corman que ha quedado en los anales (con perdón, pero nunca mejor dicho) del cine como una de las cosas más extravagantes y estomagantes jamás filmadas. Estos atributos, como es lógico dada la actual catadura moral y artística de los productores de Hollywood, ha posibilitado que, ya en este siglo, a este bodrio mayúsculo no sólo se lo haya bendecido haciéndole un remake con gran despliegue de cacharrería y explosiones, sino que incluso se ha convertido en una saga que va ya por la tercera entrega. Pero el producto auténtico, el genuino, el vómito original en forma de película, es esta obra del irrelevante Bartel, que mejor hubiera hecho en alistarse en el ejército a probar granadas de mano sujetas por los esfínteres.

No hay que dejarse engañar, de entrada, por la presunta estilización visual y artística de los fotogramas aquí seleccionados. La película es cutre, cutre, un adjetivo que parece haber sido creado que ni pintado para la ocasión. Más allá de que uno se quede admirado de la flexibilidad lumbar y vertebral de la chica de la foto superior (todavía quien escribe no es capaz de asimilar la magnitud del giro sobre sí misma de la moza en cuestión), o de cierta emulación de la Sodoma de Pasolini con un Batman de pacotilla en los particulares boxes en los que los pilotos gozan de un “merecido” descanso, la película no hay por dónde cogerla, y abusa más de los muñecos de trapo y de los petardos que de otra cosa.

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El argumento es de videojuego, aunque por entonces esa industria no anduviera más que en pañales: en un futuro que, como hipótesis, al menos en lo material, es esperpéntico con ganas, el mundo está dominado por una dictadura global que, como pasatiempo, idea una competición deportiva, seguida por las masas contentadizas e irreflexivas, que consiste en una carrera de coches mortal, sin ética, sin reglas, sin ninguna conexión en realidad con lo que entendemos por deporte, a lo largo del país (se entiende que los Estados Unidos); el apellido “mortal” de la carrera no afecta sólo a quienes pilotan los coches de tuneo estrafalario, invariablemente acompañados de un copiloto femenino, los cuales pueden tirotearse, chocarse, sacarse de la pista, etc., sino también al público, porque en la carrera hay dos formas de ganar: como en cualquiera, llegando primero, pero además, atropellando al mayor número de personas posible según una escala de puntuación que va de los niños y las mujeres embarazadas (los que más puntos dan) a los ancianos y los animales (los que menos). Por otro lado, la resistencia contra la dictadura, que no se sabe ni quiénes son ni de dónde salen, pretenden atentar contra la carrera, lo que une otro factor de riesgo para los participantes.

Lo malo no es sólo la precariedad de efectos especiales (en Las Fallas hay explosiones mejor conseguidas), sino el tono general de recreo en la cutrez de todo el filme, afortunadamente breve (78 minutos), la banalización de la muerte y la ausencia de cualquier intención de caracterizar a los personajes o bien de utilizar ese supuesto mundo futuro, que apenas es descrito ni presentado, para ofrecer alguna lectura intelectual o al menos inteligente de los peligros del progreso, las amenazas de la tecnología mal entendida, la deshumanización a la que nos puede llevar una convivencia sin referentes éticos ni culturales, etc., etc. Eso, por no hablar de la manifiesta estupidez de su idea de base, convenientemente aderezada con la presencia, para su vergüenza, de dos “estrellas” cuya participación en este truño quedará para siempre como uno de sus momentos más bajos: David Carradine, que se pasa toda la película vestido como el “tarado” de Pulp fiction, rebozado en cuero negro y cremalleras, y Sylvester Stallone, cuyo casco con forma de orinal (y por la cara que pone, posiblemente lleno con algo) hace juego con el traje de rayas que luce en plan dandy.

La película no sólo carece de un mínimo de tensión o de interés, sino que, más allá del planteamiento inicial, tampoco tiene trama propiamente dicha. Se limita a seguir los avatares de la carrera, todo un acontecimiento mundial, mediático y social, en el que compite la friolera de ¡¡¡cinco coches!!!, y, especialmente, en reflejar pormenorizadamente, sobre todo en la primera mitad del filme, varios de esos atropellos puntuables, invariablemente cometidos sobre figuras de esponja y maniquíes captados a la legua, que contribuyen a dotar a todo el conjunto de un estilo visual que puede calificarse de mierdero. Dos momentos son espectacularmente reivindicables (por las carcajadas que permite echarse) en este sentido: en el primero, un coche aplasta la cabeza de trapo de un supuesto competidor; en otro, el coche conducido por Carradine, en cuya trayectoria los empleados de una residencia de ancianos han colocado a varios de sus clientes, gira inesperadamente y atropella a médicos y enfermeros haciendo saltar sus cadáveres como corchos de champán por detrás del seto en el que se han ocultado. Una imagen imborrable.

Sin diálogos reseñables, sin secuencias que merezcan estima en serio, con violencia de baratillo, ausencia de lecturas futuristas ni de aportaciones intelectuales de ninguna clase, esta película se alza por derecho propio en el podio histórico de esta sección, siendo sus únicos puntos de interés comprobar hasta qué punto la degradación artística de determinados intérpretes les lleva a participar en experimentos más propios del vídeo casero que del cine (Carradine o Stallone), o descubrir los pinitos como actor de ese director, para algunos de culto, que es John Landis. Colocarle el apelativo de serie B a esta película sería hacerle un favor. Bueno, llamarla película, también lo es.

Acusados: todos

Atenuantes: es corta

Agravantes: todos y cada uno de sus aspectos

Sentencia: culpables

Condena: atropello genital por apisonadora


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