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La tienda de los horrores – La guarida

Publicado el 16 octubre 2010 por 39escalones

La tienda de los horrores – La guarida

Cuando uno se sienta a ver una película de terror, espera que la sensación de desasosiego y tensión que provocan las peripecias de los protagonistas sean causadas por un guión interesante, unos golpes de efecto bien trabajados, alguna que otra sorpresa en forma de susto y, a poder ser, una solución final que evite los tópicos de los caminos más trillados. Nada de eso ocurre en La guarida, engendro filmado por Jan de Bont, responsable de cosas como Speed o las chorradas de Tomb Raider y Lara Croft, entre otros desaguisados, en 1999. Sin embargo, la película acojona, sí, resulta pavorosa… de lo mala, mala que es.

La premisa no puede ser más tópica: mansión gótica de estilo victoriano, con cienes y cienes de años de antigüedad y en la que en el pasado ocurrió alguna clase de hecho luctuoso que remite directamente a fenómenos extraños (esto es, de irse pencas abajo) que haría las delicias de Iker Jiménez… El caso es que un listillo profesor universitario, David Marlow (Liam Neeson, que no se sabe qué narices está haciendo en este bodrio), se propone realizar un estudio sobre la naturaleza del miedo y del poder de la sugestión para despertar el terror, y para ello contrata a un grupo de voluntarios que se presten a pernoctar en el susodicho inmueble para pasarlas canutas con ruiditos, sensaciones de presencias extrañas, escalofríos, temblor en los menudillos y demás mieditis aguda. El grupo lo conforman tres estereotipos: el gracioso (Owen Wilson, actor, o lo que sea, incapaz de aparecer en un film que no sea una idiotez supina), la buenorra (Catherine Zeta-Teta-Jones -antes de que se cabreen los/las sensibles, aclararemos que, si una actriz conforma su carrera a golpe de enseñar muslamen, no puede pretender que se la tome por actriz del método o por musa shakespeariana, que se la juzgue de otro modo que aludiendo a sus atractivos anatómicos convenientemente recauchutados en el quirófano-), bisexual confesa, para más inri (¿qué sería del terror sin sus gotitas de morbo erótico posteriormente eliminadas sin dejar rastro del guión?), y la chica feúcha y sensible (Lili Taylor, antaño tierna y sensible Ann en Cosas que nunca te dije, de Isabel Coixet, para llevársela a casa y abrazarla como un peluche en aquella película…). El cuarteto maravillas empezará a comprobar en sus propias carnes en qué consiste la naturaleza del miedo cuando se den cuenta de que nada de lo que está ocurriendo está previamente preparado por el responsable del estudio para tomar sus notitas y hacer sus estadísticas y gráficas, sino que el canguelo proviene de la propia historia de la casa, una cosa de asesinatos, cuerpos sepultados entre sus muros y bajo sus suelos, etc. Y claro, no pueden faltar las escenas desagradables de ilusiones ópticas, visiones fantasmales, decapitaciones, sangre a chorros, etc…

El flin, la pinícula, basada en una novela de Shirley Jackson (imaginarse cómo debe de ser el libro sí que es terrorífico), y presuntamente poseedora de ecos del clásico de Robert Wise, La mansión encantada, más allá de su nada original planteamiento, avanza procelosamente en un océano de lugares comunes, salpicando de sustos, sobresaltos, en un principio equivocados o sugestionados, por entre la abigarrada y barroca puesta en escena, un cúmulo de excesos de ambientación que encantaría a los horteras nuevos ricos del estilo del programa de LaSexta. Cuando la trama se pone seria, se supone, la catarata de avatares, con perdón, terroríficos, se vincula a una historia confusa, tópica, plana, de un espíritu maligno, el antiguo dueño de la casa, poseedor de una fuerza diabólica sobrehumana que amenaza la vida de los protagonistas y que ha tomado cuerpo en la propia estructura de la casa.

Esta comedia involuntaria no funciona ni como película de terror ni como comedia. Cierto es que en ningún momento el supuesto terror que contiene salta al otro lado de la pantalla, influye en un espectador que asiste atónito a las carreras de estos cuatro merluzos por los pasillos y las salas de la casa (pregunta: ¿quién limpia el polvo?), pero es que a pesar de la gran cantidad de escenas lamentables que atesora, de momentos ilógicos, de bochornosas frases de diálogo y de inconsistencias y lagunas de guión, tampoco hace reír, sino que más bien invita a la indigestión. Las voces de ultratumba, los espectros de toda la vida, entre románticos, crueles y torturados, son sustituidos por una catarata de pésimos efectos especiales cargantes a más no poder, excesivos, atorrantes, atronadores, en lo que constituye una orgía de ruidos y vómitos visuales difícilmente soportable. Los personajes no pasan de ser meras caricaturas, desdibujados caprichosos (la innecesaria condición sexual de Nell a efectos de la trama, ¿por qué decir que es bisexual? ¿Qué función cubre en el guión aparte de calentar a los adolescentes con tendencias organilleras?) y con la única función de servir de destinatario al único objetivo del film, los efectismos, sobre todo visuales, pero también de guión, repleto de trampas y confusiones para intentar dar sentido a un texto desquiciante, vacío, estúpido.

Una tomadura de pelo, una broma bufa (o más bien bufa, sin broma), una insensatez de ¡¡¡dos horas de metraje!!! cuya historia queda agotada en veinte minutos. Una película pretendidamente monumental, de inversión económica descomunal, que se presenta, como único valor, como metáfora de la nada a la que en muchas ocasiones se entrega Hollywood. Destinada, en principio, al público adolescente, cabe preguntarse si es el público el que se encuentra en la adolescencia o son los productores, guionistas y directores de un bodrio que no cala ni en los niños de siete años. Esos despachos de Hollywood sí que son puro terror.

Acusados: todos
Atenuantes: al menos le cortan el cebollo al personaje de Wilson
Agravantes: ¿quién da más?
Sentencia: culpables
Condena: tacto rectal con pepinillos agrios


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