¿Quién dijo que en la época clásica del cine, en el dorado Hollywood, no había truños? La prueba está en esta película de aventuras dirigida por Archie L. Mayo en 1938, que puede que en su momento cumpliera su función, esto es, la de proporcionar entretenimiento ligero, sencillo y plano a un público americano tan preocupado por la Gran Depresión como temeroso del conflicto bélico inminente que hacía tiempo que estaba llamando a las puertas, en la contemplación de las peripecias de un héroe, blanco por supuesto, en un entorno exótico, inspiradas en los viajes del comerciante veneciano Marco Polo y su célebre Libro de las Maravillas.
Y es una verdadera lástima, porque la película lo tenía todo para ganar la batalla del paso del tiempo: un director experimentado y todoterreno, Archie L. Mayo (Svengali, El bosque petrificado, El diablo y yo, Una noche en Casablanca…); un estupendo guionista, Robert E. Sherwood; un equipo fotográfico de primera (Archie Stout y Rudolph Maté); un músico competente y contrastado (Hugo Friedhofer); un reparto encabezado por una estrella en su plenitud (Gary Cooper), uno de los malos oficiales (Basil Rathbone), un tótem de la primera mitad del siglo XX (H.B. Warner), y una bella emergente (Sigrid Gurie); incluso cuenta con los primeros papeles de dos intérpretes posteriormente consagrados: Lana Turner y Richard Farnsworth; hasta, para rizar el rizo, algunas de las secuencias de acción y lucha las dirigió sin acreditar nada menos que John Ford. Pero nada, de la potencialmente interesante epopeya viajera de unos comerciantes europeos que abrieron los horizontes económicos hasta Catay, Cipango y el Imperio Mogol, la cosa se queda en mero trapicheo romanticoide de baja estofa.
Algo de eso se vaticina cuando la película da comienzo en Venecia, con Marco hecho todo un ligón de góndola en góndola seduciendo bellas virginales o ya casadas, disfrutando de su acomodada vida en el seno de una familia rica en plan jovenzano irresponsable preocupado únicamente de “folgar”, y no de labrarse un futuro y una posición distintos a los que puedan corresponderle por herencia. Sin embargo, como candidato idóneo para viajar a China (en una forma muy apresurada y superficial de presentar las motivaciones que movieron a comerciantes de la República Serenísima a personarse tan lejanamente), su vida da un giro cuando se pone en marcha nada menos que a través de territorios controlados por el Islam (en pleno siglo XIV, con los turcos asomándose al Mediterráneo y Venecia replegándose cada vez más a su actual entorno) en busca del camino a Extremo Oriente. Lo malo es que, lejos de narrar ninguna peripecia viajera, Mayo y Sherwood, con prisa por situar el drama romántico que será el eje de la historia, liquidan los miles de kilómetros entre un destino y otro en una serie de encadenados que recogen a Marco y sus acompañantes en distintos entornos relacionados con su viaje (vadeando ríos, desembarcando de naves, cruzando desiertos, ascendiendo montañas…) hasta darse de bruces en apenas dos minutos con las murallas de la capital china, en el interior de la cual da verdaderamente comienzo la película.
Director y guionistas de nuevo optan por la vía rápida cuando omiten al público cualquier noción relacionada con el choque cultural, la diferencia de estilos de vida, ideologías, religiones o modos sociales entre los recién llegados y los chinos; es más, Marco Polo da por azar con la primera casa que encuentra, la de un importante personaje con el que empieza a comunicarse como si tal cosa, ambos en un perfecto inglés de Oxford, y que le llevará, fíjate tú qué casualidad, directamente a Palacio. Este encuentro da pie para el folclorismo más infame y palurdo en el retrato de todos los tópicos relacionados con la China milenaria. Particularmente hay una risible secuencia en la que Marco Polo descubre de manera bastante cretina todos los inventos célebres que supuestamente nos han venido desde allí; como buen chino, su interlocutor tiene esparcidos por allí desde un saquito de pólvora hasta un plato de spaghetti. De este modo impresentable, Mayo y Sherwood liquidan las partes “molestas” de la historia, esto es, el viaje repleto de aventuras y encuentros con seres variopintos de decenas de culturas diferentes y el análisis o la presentación minuciosa de la cultura china y toda noción de lo que significa la palabra Descubrimiento para los primeros ojos occidentales que contemplan un mundo nuevo, para concentrarse en un romance entre Marco Polo y la hija del emperador.
Dada la costumbre del Hollywood de entonces, ninguno de los personajes chinos está interpretado por actores de aquel país o al menos de tez amarilla, sino que todos son occidentales maquillados, vestidos y caracterizados según lo que por aquel entonces parecía recordar (lejanamente) los rasgos orientales. En el caso de Rathbone, quizá por la imposibilidad de presentarlo como un señor de Cantón o Shanghai, su personaje de primer ministro o como se llame es un inmigrante indio ascendido por méritos de gobierno a tal cargo. Los escenarios, desde Venecia a los palacios chinos, todos recreados en estudio, están construidos con la vistosidad, la grandilocuencia y la estética de cartón piedra propios de la Goldwyn de los años 30, y los exteriores, reducidos al mínimo pero igualmente fruto de los decorados en estudio (desde las bulliciosas calles chinas a los enclaves montañosos fronterizos), resultan tan falsos como intrascendentes.
Lo que realmente ocurre con esta película de Archie Mayo es que toma la decisión de volcar toda la narración en la arquetípica historia del triángulo amoroso entre el malvado primer ministro que ansía el trono mediante el matrimonio -forzoso o no- con la joven y bella hija del emperador, ésta misma, ansiosa de descubrir nuevos horizontes más allá de los muros de Palacio, y el extranjero elegante, valiente, distinguido, apuesto y ocurrente que se las lleva a todas de calle y, por supuesto, gracias al cual -que para eso es blanco- la traición concebida por el perverso valido abriendo las puertas del país a los invasores extranjero fracasará tanto como sus anhelos sexuales y matrimoniales. Del reparto, correcto más allá de lo plano de la historia y de las risibles caracterizaciones, destaca especialmente la vistosa aparición de Lana Turner, sin que los demás, ni siquiera Cooper, pasen de reseñables.
Una película que equivoca el objeto de su argumento, que busca surcar sendas ya muy trilladas (incluso para 1938) en vez de apostar por la elaboración de una narración que aproveche la infinidad de matices, sucedidos y situaciones que sus presupuestos pueden ofrecer, y que por tanto, vista setenta y pico años después de su concepción y rodaje, sabe a barato telefilme infantil de escaso talento y medios artísticos más que limitados. Un horror al que el romanticismo almibarado y dulzón de la pareja protagonista tampoco logra aportar nada.
Dado que todos los participantes ya han pasado a mejor vida, es justo dejar constancia de su patinazo sin mayor condena que el deseo de que en sus tiempos hubiera existido Humor Amarillo para verlos rebozarse en un cenagal.