Revista Cine

La tienda de los horrores – Los ojos de Julia

Publicado el 14 mayo 2011 por 39escalones

La tienda de los horrores – Los ojos de Julia

Para arrancárselos. Los ojos, digo. Viendo estas cosas, uno se pregunta cuál es el futuro real del cine español, y más propiamente, si quienes insisten en denominarlo de manera ilusoria como “industria”, intentan realmente otra cosa diferente a lo que parece ser únicamente la imitación de lo peor de las fórmulas foráneas que pretenden alimentar algo que, si bien a los promotores y productores de cine les interesa mucho (y con razón), esto es, la taquilla, no es menos cierto que al público no le interesa nada. O, mejor dicho, no le interesaba, hasta que el argumento de la recaudación se convirtió en un elemento publicitario más que, sin añadir (ni restar, es cierto) valor objetivamente a la calidad última de un filme, contribuye al engañabobos generalizado en torno a la confusión entre éxito, rentabilidad, calidad y gusto personal, ese totum revolutum que conduce indefectiblemente al hundimiento progresivo de la calidad de las películas y, por tanto, a la imposibilidad de que esa “industria” llegue a existir de verdad alguna vez fuera del marketing interesado de unos pocos y del analfabetismo audiovisual de buena parte del público. Igualmente, cabe preguntarse por el papel de las Escuelas de Cine y por el tipo de formación de sus estudiantes, cuando la máxima aspiración de aquellos que se licencian con honores parece consistir básicamente en hacer las Américas como directores de usar y tirar con películas de imitación y subgéneros agotados y meramente alimenticios para la taquilla (infectados por virus, zombis, thrillers baratos de sobremesa, etc.), o bien quedarse en España a emular a sus compañeros emigrados con amplias dosis de caspa hispánica y un eterno quiero y no puedo con productos acabados antes de ser filmados.

Es el caso de Los ojos de Julia, pseudothriller de sustos y sobresaltos tan vulgar como innecesario y que, no obstante, gracias a la consabida fórmula de “cine anunciado en los telediarios” ha conseguido una notable rentabilidad que algunos insisten en confundir con calidad. La cosa más lugares comunes no puede tener: Julia (Belén Rueda, cuya presencia en el cine sigue sin tener explicación comprensible, artísticamente hablando), retorna a su lugar de origen junto a su marido (Lluís Homar, notable actor convertido aquí en comparsa razonable de una historia desquiciada) para visitar a su hermana (gemela, pero con otra peluca) que, la pobre, sufre una extraña enfermedad ocular de carácter degenerativo (sin que expliquen en ningún momento cuál es) pero también genético, dado que la propia Julia está aquejada de la misma. Cuando llegan allí, resulta que la mujer se ha colgado del techo del sótano como un chorizo en proceso de curado. Aunque, eso sí, el público, que no está ciego, o eso parece, ya ha visto en el prólogo al comienzo de la historia, que de suicidio, nada. Desde ese momento, Julia, empecinada en demostrar que tras la muerte de su hermana hay tomate, que no es un suicidio como todos creen (en particular, el Pepito Grillo de su marido), comienza una aventura de indagación, sustos, sobresaltos, más sustos, lugares oscuros, más sustos, oscuridad, más sustos, etc., etc., más sustos, más etc., constantemente subrayados por la banda sonora que advierte al público de cuándo se acercan. Julia, que a medida que avanza la investigación, amenaza con volverse loca perdida, padece además la desaparición inexplicable de su marido, la cual tampoco le importa mucho, dados los pocos minutos de película que sufre por tal evento. La cosa es que, a medida que se va quedando cegata perdida y precisa de las mismas intervenciones quirúrgicas que necesitaba su hermana, es ayudada por un enfermero-cuidador la mar de cariñoso y atento que en ningún, en ningún, en ningún momento el espectador llega a pensar (nótese la ironía) que es el mismo mozo que estuvo en el ajo del suicidio de su hermana y que, claro está, se encuentra opositando a psicópata en sus ratos libres, eso sí, con madre permisiva de por medio.

Tal despropósito narrativo, mera coartada para la deposición salteada de sustos más bien esperados y de lo más predecibles, acusa en todo momento de un defecto capital: incapaz de apostar directamente por la línea de la parodia, la película aspira con notable torpeza a tomarse demasiado en serio a sí misma, cuando ni su guión, ni sus personajes, ni sus intérpretes, ni su voluntaria asunción, estilizada y actualizada, eso sí, de los modos y maneras del giallo italiano marca Dario Argento y Mario Bava, están a la altura de los que parecen sus referentes últimos, el terror y el suspense voyeur de Alfred Hitchcock en Psicosis y de Michael Powell en El fotógrafo del pánico. Así, la película de Guillem Morales se limita a coleccionar episodios con el sabor a ya visto impreso en su ADN, a acumular sustos y giros de lo más efectista y, pese a su correcta, aunque en nada original, construcción de una atmósfera neogótica que deviene en pirotécnica, resulta endeble, fallida e incluso delirante. El guión hace aguas permanentes, las presuntas sorpresas nunca lo son, y el lanzamiento de incógnitas y enigmas que toda película de terror realiza, según la fórmula de manual, en la primera mitad de su metraje, reciben respuestas absurdas e inconsistentes en una trama inconexa, deshilachada, caprichosa y banal.

Sin embargo, el gran pecado de la película es no atreverse, no mojarse en el barro con algunas de las cuestiones que apunta levemente y que bien pudieran abrir una senda mucho más interesante para la película, aunque eso supusiera salirse de los manidos y agotados cánones del cine de sustos para adolescentes inquietos en la silla e introducirse en otra clase de historias, inteligentes, maduras y sólidas. Y probablemente, menos taquilleras y presentes en los medios de comunicación.

Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: el fracaso en la emulación de sus ilustres referentes, su carácter inservible incluso como parodia
Sentencia: culpables
Condena: obras mayores en el tercer ojo


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