Vaya una cosa por delante. La película es una mierda absoluta, sí. Pero, ¿valen la pena ciento ocho minutos de repugnante y almibarada pseudohistorieta de amor a varias bandas ambientada en unas islas griegas de diseño, acompañada por las dulzonas músicas de un cuarteto sueco cuya trayectoria profesional acabó a gorrazos y de un puñado de coreografías, por llamarlas de alguna forma, pésimas y contrarias a cualquier tradición del género cinematográfico conocido como ‘musical’ si la recompensa final se presenta en forma de Pierce Brosnan, Colin Firth y Stellan Skarsgard, ataviados con unos ajustados monos azules, unas botas de plataforma y demás complementos metrosexuales, haciendo el tonto al final de la película? Pues la respuesta, según días.
El musical ya no es lo que era, desde luego. Desde que Chicago demostró que, más allá del bombardeo publicitario que la encumbró en los Oscar de su edición, cualquier intento por emular las mieles de la época dorada del musical no tenía otro destino que el fracaso más aparatoso, se ha instaurado, especialmente gracias a la incompetencia e incapacidad de directores, productores, coreógrafos, intérpretes y, sobre todo, del público mayoritario, para apreciar el auténtico mérito que supone la sólida construcción musical y estética de las grandes películas del género, pobladas de maravillosas composiciones visuales y sonoras, dotadas de personajes carismáticos, a menudo interpretados por verdaderos atletas, portentos físicos que sorprenden con su despliegue de cabriolas y acrobacias rítmicas, se ha instaurado, decimos, la moda del no-musical. Desde luego, porque es más fácil que parezca que hay una coreografía a que la haya de verdad; que parezca que un actor baila a que lo haga de verdad; a que parezca que un director dirija a que lo haga de verdad; que parezca que la película tiene música a que un compositor componga una partitura de verdad. El éxito de esta no-fórmula, avalada por un público que se puede denominar no-espectador, gracias principalmente al bombazo taquillero de la versión de Moulin Rouge protagonizada por Nicole Kidman y Ewan McGregor -ejemplo impagable de musical fraudulento, tramposo y envuelto de una pirotecnia visual que intenta camuflar que en él no hay nada de mérito musical, ni coreografías, ni música original ni intérpretes de valor), se ha visto complementado con la actual moda de los musicales, importada a España desde los escenarios de Broadway y Londres y que, como todo invento apresurado, vulgarizado y consumido por la mercadotecnia, no es más que la extensión de la banalidad y la vaciedad más vergonzosas. Vistas así las cosas, que Mamma mia!, el horrendo musical basado en las horrendas canciones pop del horrendo grupo sueco Abba (sin que ni el grupo, ni Suecia, ni las letras de las canciones tengan gran cosa que ver con la “trama” del musical), saltara a la pantalla era cuestión de tiempo. Para mal, por supuesto, a pesar de la inclusión en su reparto de algunos nombres estimables. Pero donde la materia prima es mala, no puede haber nada bueno por mucho nombre que tenga.
La responsable del desaguisado es Phyllida Lloyd, que próximamente estrenará película con Meryl Streep convertida en Margaret Thatcher. El caso es que el material de origen ya está viciado. Se trata de un musical con música previa a la que hay que ajustar un argumento, y el elegido no puede ser peor. Meryl Streep encarna a la dueña de una especie de hostal en una isla griega cuya hija (Amanda Seyfried) va a casarse; como su madre, una rebelde de juventud en la era hippie, mayo francés y demás, siempre le ha ocultado la identidad de su padre, la muchacha cree que puede ser uno de los tres amantes de su madre (los tres maromos citados más arriba) que, más o menos por fechas, pudieron dejar su ‘semillita’. Por supuesto, los invita a la boda para intentar averiguar cuál de ellos es el padre u obligar a su madre a que lo revele. A partir de ahí, humor dulzón, música dulzona de Abba, estética dulzona, no-coreografías dulzonas, final feliz dulzón, y, para rellenar los huecos, azúcar, caramelo, almíbar y algún que otro dulce. Dulzón, of course. Todo junto, intenta crear una comedia de equívocos dulzones aderezado con una estética y una trama de cuento de hadas pasado de moda.
La película se beneficia de la extrema y facilona popularidad, a pesar de su mediocridad, de las canciones de Abba, sin duda uno de los grupos más sobrevalorados de los setenta europeos, y se olvida de que necesita algo más para construir una película musical. El acierto consistente en que los intérpretes canten con sus voces y se muevan dentro de los que sus cualidades físicas, más o menos limitadas, les permitan, se diluye cuando el trabajo coreográfico y la incardinación de las canciones y sus letras en la trama brillan por su ausencia. Tan simplona como banal, resulta sorprendente lo pésimo de su puesta en escena (esas baldosas de piedra pintadas en el suelo de ese decorado que mezcla los viajes del IMSERSO y los complejos de vacaciones de Marina d’Or…), así como el nulo trabajo de dirección de actores y de dirección en general, entregada a un trabajo que considera hecho por el grupo sueco treinta años antes, y en aras de la coartada más simple y fácil: una falsa idea del entretenimiento y la diversión que la mayor parte del público confunde con la pasividad y el encefalograma plano.
Como la Streep es muy buena, incluso destaca en esta basura, pero los demás, especialmente Brosnan, están para los leones. Quizá pueda salvarase a Skarsgard, aunque sea porque abandona sus densísimos personajes del cine escandinavo y su encasillamiento como intérprete dramático y atormentado para hacer el ganso, y parece que se divierte. Lo peor de todo, en cualquier caso, y mira que hay dónde elegir, es la visión paternalista y colonial que se ofrece de la isla griega donde transcurre la acción. Todos los protagonistas, menos los necesarios floreros físicos locales expuestos para acrecentar y mantener la cuota de libido de la audiencia, sólo presentes lo imprescindible, son occidentales, a poder ser rubios y con ojos azules o, en su defecto, estilizados, supermodernos y metrosexuales. Mientras tanto, se ofrece una visión de Grecia más cercana a Zorba el griego que a su realidad de hoy: las mujeres visten de negro y llevan la cabeza cubierta; los hombres son gordos, sudorosos y trabajan en el campo, recogiendo aceitunas o llevando a pastar sus rebaños. Nada que ver con sus visitantes, todos ellos introducidos en la sociedad de consumo, cosmopolitas, cultos y románticos, nada de cachos de carne mediterráneos…
Construida deliberadamente como tributo a la mayor de las intrascendencias, termina siendo una de esas películas que, con desconexión cerebral previa, pueden llegar a entretener hasta que alguna neurona rebelde vuelva a funcionar y detecte el producto prefabricado en laboratorio sobre una base tramposa, vulgar, facilona e incluso proselitista, si no directamente racista. Y esa neurona, con suerte, si hace su trabajo y contagia a sus compañeras, terminará convenciendo al cada vez más sufrido espectador de que lo que está viendo es una auténtica porquería. Y entonces, sí, exclamará: Mamma mia!!
Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: el robo de un escenario y su presentación desde un punto de vista paternalista y colonial para ofrecer otra historia de “supremacía occidental” (por más que todos sus representantes en la película sean bobos) sobre el mundo “subdesarrollado”
Sentencia: culpables
Condena: convertir en musical “El turismo es un gran invento”, con Meryl Streep de Paco Martínez Soria por Torremolinos, Firth, Brosnan y Skarsgard como suecas o alemanas, y con Seyfried como José Luis López Vázquez