Revista Cine

La tienda de los horrores – Mein Führer

Publicado el 27 marzo 2010 por 39escalones

Lo peor del cine europeo actual son esos ataques que sufre de vez en cuando para obligarse a imitar al peor cine norteamericano, suponemos, para conseguir sus mismas cotas de rentabilidad pero sin tener en cuenta que el público europeo, en su mayoría, acepta las estupideces de buena gana cuando vienen del otro lado del Atlántico pero que raramente las asimila cuando se pretenden hacer pasar por propias. Un mal que es propio mayoritariamente del cine francés pero que se extiende a otras filmografías del continente (sobre todo a la española), como ocurre con este subproducto de Dani Levy, una supuestamente divertida visión satírica del personaje de Adolf Hitler, tan aburrida y sosa como pretencionsamente moralizadora.

Este bodrio se sitúa en 1944, cuando los alemanes empiezan a ser conscientes de que su aventura militar ha fracasado y que les aguarda una devastadora destrucción. Goebbels (Sylvester Groth) prepara el discurso de Año Nuevo de Hitler (Helge Schneider) y, como ministro de propaganda, sabe que de sus palabras depende buena parte del ánimo y el espíritu de lucha de su pueblo. Por ello se propone redactar un texto contundente, agresivo, pero el Führer se encuentra tan desanimado, apático y deprimido, que el tiro puede salir por la culata. Por ello busca a un antiguo profesor de arte dramático (Ulrich Mühe, fallecido antes del estreno español de la película y conocido por su espía de La vida de los otros) para que haga de entrenador personal de Hitler durante los cinco días que faltan para el momento del discurso. Lo paradójico es que el profesor es judío y está confinado en un campo de concentración…

Contado así puede tener su gracia, pero advertimos encarecidamente de que no la tiene. Por ninguna parte. El planteamiento de la historia no deja de estar bien realizado y de ser curioso, pero una vez superado el primer cuarto de hora, cualquier atisbo de inteligencia, de ambición cómica, de hilaridad, desaparece para dejar paso a un conjunto de gags sin gracia, de momentos presuntamente divertidos horriblemente encadenados y desprovistos de cualquier posibilidad de hacer reír que no sea el patetismo extremo y, cuando Levy entiende seco (tardíamente) el pozo del que extraía sus penosos chistes, intenta salirse por la tangente con una segunda mitad repleta de moralina en la que, a lo Tarantino, busca en la manipulación de la historia, en el juego de la historia ficción, una salida ridícula para una historia que no hay por dónde cogerla y, peor todavía, con ínfulas de trascendencia y solemnidad.

Ahí radica el principal problema. La película, que nace con la intención de ofrecer un retrato paródico, caricaturesco, de un personaje histórico, llega a ser tan consciente de su falta de gracia, de su enorme error de concepto, que intenta cambiar de tono a mitad de metraje y vendernos un mensaje políticamente correcto y bienintencionado. Pero ni en el aspecto cómico, demasiado tonto para ser gracioso, ni en el político-filosófico, demasiado plano y superficial como para suponer un análisis serio de nada útil, la película logra despegar, quedándose a medio camino de ninguna parte y dejando al espectador con cara de lelo.

Más creíble como deliberada parodia de El hundimiento de Oliver Hirschbiegel y del Hitler encarnado por Bruno Ganz que como producto autónomo con aires de sátira histórico-política, adolece de los mismos problemas, pero peor plasmados, que otra celebrada cinta de historia-ficción reciente, Malditos bastardos de Quentin Tarantino; la diferencia entre ambas radica en que la película de Levy es un bochorno narrativo e interpretativo y su técnica no pasa de mediocre, mientras que en la de Tarantino el bochorno sólo es narrativo, resultando interpretativamente (al menos en parte, poco más allá de Christoph Waltz en realidad) estimable y técnicamente impecable.

Pero el principal pecado de Dani Levy es resultado de su primera intención: que el público olvidara el Astolfo Hynkel encarnado por Charles Chaplin en esa maravilla llamada El Gran Dictador. Levy, obsesionado con hacer una película que para nada recordara la magistral composición de un dictador peripatético que realizó Chaplin en 1940, se olvida de lo principal en una comedia satírica: la inteligencia y la gracia. Y es que los genios lo son por algo, y por algo sus trabajos siguen vigentes y plenamente disfrutables décadas después por encima de los juegos, entre la travesura, la inconsciencia y la incompetencia, de presuntos cineastas como Levy o chicos malos como Tarantino.

Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: comedia sin gracia, parodia sin inteligencia
Sentencia: culpables
Condena: una ducha de bombas fétidas en un cámara de gas



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