En plena efervescencia del éxito de la adaptación al cine del James Bond de Ian Fleming en la piel de Sean Connery, el reputado Joseph Losey, autor norteamericano que debió abandonar su país durante la “Caza de brujas”, tuvo la ocurrencia de trasplantar al cine a una heroína de cómic que de alguna manera cargaba las tintas tanto como parodiaba el fenómeno de los agentes secretos todopoderosos y todoglamurosos, los gadgets, las conspiraciones internacionales de organizaciones criminales secretas y los marcos lujosos e idílicos en los que tenían lugar las investigaciones y luchas que conducían invariablemente a la salvación, in extremis, del mundo. El resultado, Modesty Blaise, confirma que las adaptaciones de tebeos a la pantalla ya eran malas en 1966, a pesar de, sin duda gracias a la fama de su director, la película obtuviera una nominación a la mejor película en el Festival de Cannes.
Joseph Losey es un caso para estudiar. Su cine, aclamado y elevado a los altares por cierta crítica europea, ha envejecido espantosamente. El cine de su periodo americano, tanto el remake de M de Fritz Lang como El merodeador (ambas de 1951) mantienen todavía las virtudes visuales y narrativas que apuntaba el director en sus primeros tiempos, pero las obras británicas de su carrera, más allá de El criminal (1960) resultan con el tiempo absolutamente venidas a menos, con un apreciable pulso visual, con secuencias de gran poderío en la composición de planos y en la elección de encuadres, pero casi en su totalidad poseídas por el hastío, el aburrimiento, los ritmos lánguidos, las cadencias tediosas, las temáticas abstrusas, crípticas, la verborrea incontenible de significados y simbologías de difícil acceso, la recreación en el morbo gratuito y la vaciedad absoluta, si no, directamente, la repulsión más tremebunda. Así ocurre con éxitos suyos de antaño, aclamados en festivales y en artículos y ensayos por todo el mundo, y cuyo visionado hoy es costoso, difícilmente soportable: El sirviente (1963), La mujer maldita (1968), Ceremonia secreta (1968), El mensajero (1970)…, por poner los ejemplos más hirientes. El peor de todos, con diferencia, es esta Modesty Blaise, por más que vista hoy se aguante con algo más de gracia, fundamentada más en la curiosidad bizarra que en la calidad cinematográfica.
En cuanto a los elementos más apreciables, la película capta a la perfección, gracias al empleo de una banda sonora con ecos de la música de moda entonces y también a una fotografía colorista con gran protagonismo para los tonos vivos, llamativos, chillones, la atmósfera pop, la ebullición de la psicodelia, de los yeyés, de la Gran Bretaña de mediados de los sesenta, casi casi del mismo modo que consigue lograr Antonioni en su Blow up (Deseo de una mañana de verano), también de 1966. La dirección artística navega en el mismo sentido, si bien hace especial hincapié en los escenarios horteras, recargados, excesivos, abigarrados, barrocos, repletos de objetos que saturan cada plano, que rodean a los actores hasta incluso servir de obstáculo. Por último, tanto el maquillaje como el vestuario (sin olvidar la peluquería, con las pelucas que lucen en varios momentos algunos de los personajes, en tonos rubios o blancos excesivos, caricaturescos, casi al hilo de las que usaba el penoso doble de George Peppard en las escenas de “riesgo” de El Equipo A…) abundan en el mismo concepto estético, con diseños atrevidos tanto en la forma como en el color, presuntamente como tributo al mundo de las viñetas y a las portadas de los tebeos.
En cuanto al resto, se supone que la película es una parodia del cine de espías tanto como un thriller de intriga tratado con la ligereza de una comedia de enredo. En cualquiera de estas ópticas la película resulta fallida. No sólo carecen de gracia sus diálogos y sus intrincadas y a menudo confusas situaciones -con personajes que actúan en bandos contrarios, se ayudan y se traicionan prácticamente sin criterio ni base alguna-, sino que el misterio de fondo, la contratación por parte de las autoridades británicas de una afamada, atractiva y seductora agente internacional, Modesty Blaise (Monica Vitti) para impedir el robo por parte de un conocido criminal internacional (Dirk Bogarde) de un gran cargamento de diamantes, viene a ser escaso, plano y tratado sin imaginación, ambición ni interés, si no directamente de manera cutre, apresurada, deslavazada, precaria. Monica Vitti, musa precisamente de Antonioni por aquellas fechas en películas también tediosas y lánguidas (La aventura, La noche, El eclipse, El desierto rojo) antes de convertirse en protagonista calentorra de vulgares comedias eróticas italianas, anda bastante justita de encantos voluptuosos (nada que ver con la exuberancia de la Modesty Blaise del tebeo) y también de carisma y fuerza. Su personaje, mal dibujado (valga la paradoja), no resulta ni glamuroso ni mucho menos todopoderoso: durante los largas dos horas de metraje Modesty Blaise no deja de ser capturada, encerrada y maltratada por esbirros supuestamente menos capacitados, preparados y elegantes. Dirk Bogarde, actor fetiche de Losey, parece pasárselo en grande con su sátira de los malos malosos de las películas de Bond, pero su personaje resulta aparatoso, confuso, y carece de los entornos lujosos y altisonantes de los villanos de 007, así como de secuaces con encanto y carisma. Como chiste resulta demasiado largo; como malo deviene en demasiado patético, inverosímil, increíble. Por último, Terence Stamp, un año después de componer su fenomenal psicópata de El coleccionista (William Wyler, 1965), roza continuamente el ridículo con un papel que consiste básicamente en rescatar a Modesty Blaise cada vez que se mete en un lío por su incompetencia y estupidez, que es a cada minuto.
La trama, nada complicada pero sí presentada con una confusión mantenida a golpe de increíbles giros de guión y caprichos narrativos incoherentes, carece de tensión, de pulso, se recrea en cierta chabacanería y en la gratuidad e intrascendencia de lo que cuenta, y contiene no pocos momentos de vergüenza ajena, como el tiroteo final en la playa, por ejemplo y, en general, todo lo que rodea al presunto clímax final. Los diálogos, patéticos en su intento por resultar humorísticos y escasos para dar cuerpo a los personajes y a sus emociones y sentimientos ante las situaciones que viven, no contribuyen a elevar el tono medio-bajo del filme, y la dirección, lejos de acertar con alguna que otra meritoria composición de planos que exprima el uso de colores y escenarios (marca de la casa en la última etapa del director), no destaca ni por el trabajo de cámara ni por el mantenimiento de agilidad, tensión ni interés.
Adecuada, no obstante, para adoradores del pop más bizarro, es de esas cintas tan tan penosas que probablemente haya una parte del público, la que disfruta de las rarezas cuanto más raras sean, que la aprecie. Pero, si tal cosa es posible, se recomienda encarecidamente hacérselo mirar.
Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: dos horas
Sentencia: culpables
Condena: duchas de nitroglicerina, servir de diana a la prueba de tiro con arco para ciegos en los próximos JJ.OO.