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La tienda de los horrores – Napoleón (1955)

Publicado el 08 septiembre 2012 por 39escalones

La tienda de los horrores – Napoleón (1955)

Erich von Stroheim, tocado con peluca-fregona, juega a imitar a Ludwig van Beethoven aporreando al piano la sinfonía Heroica con gesto grave de circunstancias mientras un grupo de cortesanos vieneses “negocia” el futuro matrimonio de María Luisa de Austria con Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En un momento dado, Stroheim, que no dice ni mu en todo este tiempo, deja de tocar, levanta la vista, y mira a quienes se encuentran ante él. Su careto de hastío, de aburrimiento, de humillación, de estar pensando “qué demonios hago yo aquí”, resume muy bien las sensaciones que provoca el visionado de Napoleón, producción francesa dirigida por Sacha Guitry en 1955.

La tienda de los horrores – Napoleón (1955)

Guitry, ya casi al final de su carrera cinematográfica, crea un interminable truño de 182 minutos de duración (muy recortados en las versiones destinadas a otros países, afortunadamente: 105 minutos en Alemania, 118 minutos en España…) consagrado a presentar una hagiografía de la vida y milagros (políticos, militares y amatorios) del “Pequeño Cabo” (o “Le Petit Cabrón”, en palabras de Arturo Pérez-Reverte), otro dictador bajito, con mala leche y un único testículo que sojuzgó a media Europa sometiéndola a sus designios durante un par de lustros. Contada en un enorme flashback por el ministro de exteriores Talleyrand (interpretado por el propio Guitry), la película recorre todos los episodios relevantes de la vida de Napoleón, desde su cuna en Ajaccio (Córcega) hasta su muerte en Santa Elena y el traslado de sus restos mortales a París.

Pero, ¿por qué Napoleón es una biografía merecedora de aparecer en esta sección, y no otros biopics, género aburrido y generalmente productor de películas infumables ya de por sí? Principalmente, por la voluntad de Guitry, llevada a cabo con perfección absoluta, de desprenderse de cualquier interés relacionado con contar una historia con principio, nudo, desenlace y personajes, y entregarse a la recapitulación, presentación y recreación de momentos “gloriosos” de la vida de Napoleón desde un punto de vista divulgativo-propagandístico al modo y manera de los documentales, y machacando cada episodio con su narración en voz en off por el propio Talleyrand-Guitry. Como puntos positivos de la cinta, hay que señalar la estupenda recreación atmosférica del periodo histórico, sus vestuarios, localizaciones y utensilios, también los armamentísticos, si bien la película anda justita cuando de trasladar la acción al campo de batalla se trata, no tanto por el número y esplendor de los extras que dan cuerpo a los distintos ejércitos en liza sino por la incapacidad y la insuficiencia de Guitry para narrar con brío, pulso y dramatismo los lances de las guerras napoleónicas. Concentrado en exaltar la figura del dictador, Guitry subordina cualquier otro aspecto de la película a la figura del emperador, haciendo alarde de una exposición nacionalista, imperialista, chauvinista y bananera de la figura de Bonaparte.

En este punto, Guitry parece haber sometido su proyecto a la corriente imperante en ciertos sectores de la derecha francesa militarista en un momento, 1954-55, en el que Francia se enfrentaba (una vez más, porque desde el Congreso de Viena de 1815, en el que por primera vez se le perdonó la vida al país, Francia no ha hecho sino el ridículo en cualquiera de sus actuaciones internacionales, especialmente las bélicas) a la derrota militar de sus tropas en Vietnam y se empezaba a hacer a la idea de que en Argelia también les iban a pintar la cara. Guitry construye así una película nacionalista, triunfalista, en la que, equiparando a Napoleón con Julio César, parece reivindicar, de manera panfletaria, burda y primitiva, como todo nacionalismo de pacotilla, cierta ejemplaridad ideal de los franceses, cierto heroísmo de raza (se recuerda que Bonaparte era corso; casi más italiano, por tanto, que francés), personificando en el dictador las supuestas cualidades superiores de la raza francesa, y consagrándose a la adoración del personaje fotograma tras fotograma, pero sin una verdadera construcción dramática, y olvidando en todo momento, algo muy francés, que apenas unas décadas antes Francia fue el paraíso, por ejemplo, del antisemitismo, que fue la cuna del fascismo, y que medio país se alió con Hitler.

Este tufillo, más bien pestazo, nacionalista domina toda la película. De hecho, Talleyrand mismo justifica la eliminación en la narración que constituye el cuerpo central del film de todos y cada uno de los episodios “vergonzosos” de la vida de Napoleón. Mientras Talleyrand se detiene en describir minuciosamente las conquistas amorosas del dictador, sus triunfales juegos diplomáticos -más bien chantajes- para conseguir esposas o colocar o quitar reyes de su familia por media Europa, mientras paladea cada victoria y cada nuevo paso del corso en su ascenso al Imperio, nada se dice de su derrota en Egipto ante los ingleses, de la derrota francesa en España o de la humillación de la Grand Armée en Rusia y su huida a toda prisa de regreso a Francia con su -activo- rabo entre las piernas. La película elude todas estas cuestiones, de la misma forma que evita pronunciarse sobre los malos tratos, psicológicos, si no algo más, que Napoleón infligió a varias de sus esposas y demás mujeres de su entorno.

La película renuncia a ser una película, y se convierte en un docudrama que bien pudiera haber sido diseñado y concebido por la familia Le Pen para intoxicar la inocente mente de los chicos en la escuela y convencerles de que Francia es el pueblo elegido y Napoleón su Mesías y mártir. Sin profundidad en los personajes, sin desarrollo dramático, mera acumulación de capítulos y situaciones, lo más salvable de la cinta es el sentido del humor que destilan algunos de los breves diálogos que recrean dramáticamente las situaciones que Talleyrand va presentando a salto de mata. En ellas se tratan con ironía principalmente las relaciones de pareja, el papel de la mujer en la vida del siglo XVIII y principios del XIX y su sometimiento a tipos como Napoleón, y también los juegos de diplomacia y las características tópicas nacionales de algunos personajes. Con agudeza, con humor, en algunos momentos la película logra despertar media sonrisa, inmediatamente desaparecida bajo un nuevo episodio de verborrea patria. O peor, sobre alguna de las secuencias risibles que salpican la cinta:

Ejemplo 1: Napoleón, al que se pretende hacer pasar por un militar austero, un compañero más que un jefe para sus soldados, duerme en el suelo, apoyado en la silla de montar y cubierto con una manta (no se lo creen ni ellos), rodeado de su guardia de confianza. En la noche, los soldados arrullan su sueño entonando una canción suave y triste, y los generales (entre ellos Yves Montand) hacen gorgoritos líricos para acompañar al emperador mientras duerme, en un ambiente bucólico, con los grillos frotando sus alas, y las estrellas y la luna iluminando el cielo…

Ejemplo 2: una vez muerto en Santa Elena, la película nos ofrece la “resurrección” del emperador, su vuelta para impregnar la sangre y el alma de los franceses. Cuando sus restos mortales son trasladados a París, una multitud de agolpa en los Campos Elíseos para rendir tributo al santificado dictador. Guitry, emborrachado de patrioterismo barato, coloca la cámara ante el Arco del Triunfo y, entre una niebla que es casi casi un aura, introduce al espectro del dictador a caballo, con su característico sombrero, su gabán gris y el uniforme de coronel que llevó toda su vida -incluso cuando era general, igual la taleguilla le ajustaba mejor…-; la película se cierra así, con un retorno triunfal, en espíritu, de Napeoleón, para erigirse en guardián de las esencias y de los destinos de Francia. Para vomitar.

Pero lo realmente bochornoso de la cinta es el mal empleo que hace de un reparto algo más que estimable: al acierto de que sean dos actores diferentes los que encarnen a Napoleón en diferentes momentos de su vida (Daniel Gélin, en plan quinqui de pelos largos en su juventud, y Raymond Pellegrin, en plan albondiguilla regordeta), y a la soltura e ironía con que el propio Guitry da vida a Talleyrand, cabe oponer el desperdicio que supone unir en una película a gente como Jean Gabin (mariscal Lannes: ni una frase en todo el guión), Jean Marais (conde de Montholm: apenas dos escenas), Luis Mariano (una cancioncita), Yves Montand (mariscal Lefevre: una frase y una canción), Maria Schell (María Luisa de Austria: una frase), Erich von Stroheim (Beethoven: no llega ni a hablar), Orson Welles (Hudson Lowe, el guardián británico de Napoleón en Santa Elena: dos gestos, dos palabras) o incluso Louis de Funès (sin acreditar) para que no hagan absolutamente nada, para que no hablen, no interpreten, no se muevan, para que hagan de maniquíes, de bustos semi parlantes o directamente ni parlantes, como mero acompañamiento “de lujo” a la única figura que interesa, la exaltación de Napoleón como padre de Francia, a la altura de Juana de Arco, su madre. Para mear y no echar gota.

Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: los párrafos precedentes
Sentencia: culpables
Condena: dosis de trabuco de Sierra Morena y de navaja de Albacete para todos


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