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La tienda de los horrores: Rápida y mortal

Publicado el 10 julio 2010 por 39escalones

La tienda de los horrores: Rápida y mortal

Y nunca mejor dicho. Nos referimos a lo de mortal… Porque lo es, y de necesidad, situarse ante este truñowestern dirigido, más o menos, por Sam Raimi. Ya advertimos en su día que Raimi, consagrado por la serie B gracias a sus “comedias” de terror Posesión infernal y El ejército de las tinieblas, entre otras, y perdido en la nada de la saga Spiderman, aparecería tarde o temprano en esta sección por méritos propios, y lo hace por la puerta grande. Y, una vez más, aunque falte su partenaire habitual, de la mano de Russell Crowe, quien se convirtiera en rostro reconocible en el cine americano en aquel 1995, el año de su desembarco, gracias a su participación en esta cosa junto a un impresionante reparto -de nombres- para una historia que bien valdría la tortura del guionista responsable, un tal Simon Moore cuya manicura y depilación, si hubiera justicia, sería encargada a una muchedumbre de tiburones blancos.

En fin. Sharon Stone (otra habitual de este peldaño del blog) es Ellen, una atractiva y misteriosa joven vestida de pistolero (uniforme que, tras meticulosa consulta con un buen número de congéneres masculinos, por lo visto pone farruco al personal de ese género) que llega a un pueblo del oeste para inscribirse en la competición definitiva de duelos. Vamos, que los pistoleros más famosos del oeste, ouh yeah, organizan su propio Mundial para zurrarse la badana a plomadas y que, como en Los inmortales, sólo pueda quedar uno. Claro, la chorrada es de espanto, así como la ausencia de míticas figuras históricas o cinematográficas que bien les hubieran dado p’al pelo a toda esta panda de indocumentados. Pero bueno, allí anda la buena de Ellen calentando al personal mientras menea las caderas adornadas con sus revólveres, y entra en contacto con el resto de merluzos que se citan para la ocasión. Entre ellos, Herod (Gene Hackman; sí, Gene Hackman. ¿Que qué narices está haciendo aquí? Pues ni él mismo puede que lo supiera…), el mandamás del lugar, que rige a golpe de pistolón los destinos del pueblo, un niñato pedorro de lo más antipático (Leonardo DiCaprio, especializado por entonces en niñatos pedorros, no como ahora, estupendo recreador de adultos pedorros), y un extraño predicador de la no violencia (Crowe, que ya sabía poner la única cara que sabe poner), que, claro, fornica oportunamente con la guapa.

El caso es que, como en el circo romano, en los toros o en el fútbol, la gente en la ciudad hace corrillo alrededor de los que van a ajustarse las cuentas a tiro limpio por una bolsa de dinero, jalean, vitorean, aplauden y apuestan mientras, por parejas, los matones van clasificándose para la siguiente ronda (sí, si hubiera alguno español seguramente lo matarían en cuartos de final) con el envío de sus rivales a un cajón de pino. Este absurdo y ridículo paraíso del enterrador sirve, en cambio, para que Ellen encuentre el vehículo de una venganza personal que es el verdadero motivo por el que se encuentra allí entre tanto varón sudoroso, guarrindongo, polvoriento y, cuando sale ella, palote. Vamos, que el argumento es una idiotez difícilmente igualable.

La cuestión es que Raimi intenta traducir al western su tendencia a los efectismos visuales y a la caricatura de los personajes, construye un folletín repetitivo hasta la saciedad en los ciento cinco largos, larguísimos, minutos de duración, con un gusto excesivo, obsesivo, machacón, por los vértigos del cine de acción y las maneras del videoclip (angulaciones “exóticas”, primeros planos innecesarios, mal compuestos y peor colocados) y cayendo uno tras otro en todos y cada uno de los tópicos del peor western, desde las clásicas escenas de duelo hasta en la presunta trascendencia de unas frases de guión de lo más risibles, pasando por la idea de venganza por un hecho del pasado o la mutación del ser no violento, contenido y racional en la bestia parda del revólver que no deja títere con cabeza, además de las habituales acrobacias manuales para enfundar y desenfundar de toda esta morralla de palurdos armados. El reparto, única virtud de este petardo, está tan infrautilizado que son las apariciones de Gary Sinise (estimable actor, aún mejor director) y del clásico Woody Strode (el actor negro fordiano por excelencia) las únicas alegrías que el filme proporciona en ese aspecto.

Ridícula, boba, alucinógena, arquetípica, infantil, supone hora y tres cuartos de pasatiempo (que no entretenimiento) para encefalogramas planos. Especialmente el guión sería digno de estudio: probablemente es la historia más plana y tonta jamás escrita. Un western rebozado de cómic que provocaría la sarna tanto de los clásicos Ford, Hawks, Mann o Hathaway como de los Leone, Siegel o Eastwood. Eso sí, a Tarantino posiblemente le guste y esté pensando en un remake protagonizado por chicas en bikini… Ya se sabe el gusto que tiene por el subcine de tercera división.

Acusados: todos
Atenuantes: Woody Strode
Agravantes: la penosa dirección de Raimi
Condena: culpables
Sentencia: supositorios de plomo con punta explosiva para todos


La tienda de los horrores: Rápida y mortal

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