Y seguimos con horrores lunáticos…
La parodia es uno de los géneros cinematográficos más difíciles. Sin un guión milimétrico, sin una acertada combinación de diálogos brillantes, ácidos, rápidos, agudos, y un buen repertorio de gags visuales, y sin intérpretes capaces de dotar al conjunto de cuerpo y consistencia, y lo más complicado de conseguir, de encanto, sin una adecuada atmósfera y ambientación, el producto tiende a descafeinarse, a apagar las risas, a despertar el tedio y el aburrimiento y, finalmente, desemboca en rotundo fracaso. Es el caso de Un ratón en la Luna (The mouse on the moon, 1963), dirigida por (el en otros casos excelente) Richard Lester cuando estaba a punto de iniciar su periplo cinematográfico junto a los Beatles y mucho antes de sus mayores aciertos tras la cámara, como Robin y Marian, o de colarse en la saga de Superman.
La película, de brevísimo metraje (afortunadamente), apenas 82 minutos, se agota ya tras los primeros instantes. Grand Fenwick es un microestado centroeuropeo fundado en la Edad Media por un inglés que con el paso de los siglos se ha convertido en una fotocopia en miniatura de los tópicos ingleses: Parlamento, Reina (una ya anciana Margaret Rutherford, cuya presencia intrascendente es meramente decorativa), cambio de guardia, afición por la cerveza y flema, mucha flema. Sin embargo, eso es mera apariencia, porque el país, cuyo punto en el mapa viene a ocupar un lugar incierto en el entorno de Suiza, Austria y Liechtenstein (quizá este pequeño principado, conocido por su colaboracionismo con el expolio nazi en Europa y que concedió el voto a las mujeres en ¡¡¡¡1984!!!! sirviera de inspiración a Michael Pertwee, ¿guionista? de este engendro: no olvidarse de que el himno de Liechtenstein comparte con el de Inglaterra la melodía del God save the Queen, o the King, según el caso) anda algo escaso de instalaciones de conducción de agua. Paliar este problema, el de sus tuberías para el correcto suministro de agua, está en el origen del rocambolesco plan del Primer Ministro: pedir a los Estados Unidos un préstamo de un millón de dólares sobre la base de un supuesto programa espacial propio de Grand Fenwick a fin de utilizar los fondos en tuberías, cañerías y grifería variada. Cuando, cosas de la política internacional, la petición cuela en Washington y en la ONU, los rusos, para hacer la competencia a los yanquis, envían un costoso cohete como donación, a fin de atraerse a su órbita a este inesperado rival en la carrera hacia la Luna. Por tanto, y para demostrar a los americanos que el dinero fue empleado para lo que se pidió, los responsables del país no tienen más remedio que diseñar un rocambolesco plan espacial que lleve a sus impresentables astronautas al satélite ante los sorprendidos ojos del mundo.
Tamaña tontería no se salva ni siquiera por la deliberada intención satírica de la historia. Lo que en los primeros minutos parece ser una chispeante parodia de todas las tonterías ligadas al protocolo público inglés (empezando por una reina que se muere en el desfile del cambio de guardia y un primer ministro que llega tarde y pasa revista a los soldados desmayados en el suelo, y terminando por los absurdos de su burocracia parlamentaria) deriva pronto en una pretenciosamente ligera y más que fallida parábola sobre la situación de división mundial en dos bloques, con un último mensaje de entendimiento entre los pueblos que de puro ingenuo y tontorrón deviene en ridículo. No es ya que el guión revele una torpe construcción de los motivos y maneras en que los habitantes de Grand Fenwick (excepto la resistencia, que se enfrenta a la tiranía del primer ministro, encabezada por una sobrina de éste y luego por su propio hijo; ya se sabe, en un país tan pequeño, todos son familia…) consiguen el dinero para resolver un problema que en su área geográfica no existía más allá de los daños de la II Guerra Mundial y lo enmascaran como una farsa espacial, sino que la historia es, puramente, una idiotez manifiesta, torpemente interpretada, carente con cada minuto de manera más acuciante de diálogos y situaciones que hagan la más mínima gracia, y finalmente, incluso de una estética y de unos efectos especiales que dan grima. Si esa Inglaterra de tamaño reducido está muy bien recreada en los escenarios y decorados elegidos, todo lo que rodea a la aventura espacial, excepto quizá el gag de la invención del combustible a partir del vino, resulta cutre, desangelado, precario, de papel pintado y cartón, mientras que los intérpretes, más allá de alguna puntada de ironía y sarcasmo made in England, naufragan perdidos en una historia a cada paso más absurda, que finaliza en una secuencia que hace apoteosis de la estupidez, con rusos y americanos reunidos en el pequeño país contemplando el éxito de la misión lunar. Eso, por no hablar de los abundantes cabos sueltos y vectores cómicos por explotar que son abandonados o, sin más, desaparecen.
Por último, el mensaje pacifista final parece un mal chiste, un globo desinflado desde dentro, con las secuencias que tienen lugar durante la travesía espacial y lunar provocando la vergüenza ajena (porque eso es justo lo que genera ver a personas mayores de edad haciendo el imbécil delante de una cámara de una manera tan penosa). Cabe preguntarse cómo Richard Lester pudo dirigir semejante payasada sin gracia y años más tarde dar a luz la magnífica Robin y Marian. Lo único cierto es que Un ratón en la Luna constituye uno de los más prominentes lunares y uno de los más importantes signos de agotamiento de toda una destacable, entrañable y generosa tradición británica de pequeño cine de sátiras, parodias y carcajadas, que durante tres décadas llenó las pantallas de humor sutil, dobles y triples lecturas irónicas e intérpretes deliciosos. Pasaporte a Pimlico, Whisky a go go o El quinteto de la muerte merecían mejor justicia que este bodrio de Richard Lester.
Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: su recreación en la cutrez
Sentencia: culpables
Condena: degustar durante un año las excelencias de la gastronomía inglesa