Hay asuntos que el cine no ha tratado con la profundidad necesaria. Uno de ellos es la revolución industrial, el inicio del sistema en el que todavía estamos inmersos, aunque en la actualidad se haya sofisticado hasta tal punto que su funcionamiento real es mucho más difícil de entender que la modalidad que se daba en el siglo XIX, mucho más básica y primitiva, sin protección alguna para el eslabón más débil de la cadena. Algo así está sucediendo ahora en los países del Sudeste Asiático, pero solo se habla de ello cuando suceden tragedias tan enormes que no pueden ocultarse. Es una cuestión de cifras. Si en un incendio o en un derrumbe en una fábrica mueren más de cien personas, es probable que no enteremos. Si estas cien personas mueren en un goteo contínuo durante un mes, no tendremos por que alterar nuestras conciencias.
Considerada una de las cumbres del cine polaco, La tierra de la gran promesa nos sitúa en Lodz a finales del siglo XIX, cuando la revolución industrial a llegado al este de Europa y sus habitantes más opulentos se disponen a fundar fábricas textiles que les produzcan rápidos beneficios a costa de una mano de obra barata y fácilmente sustituible. Wajda penetra con su cámara en el interior de las fábricas y nos muestra un mundo de trabajadores agotados por un trabajo embrutecedor y poco seguro. A veces alguno de ellos comete una pequeña imprudencia y lo paga con su propia vida, aunque ello no sea motivo para parar la producción ni para realizar una mínima investigación. Lo único que importa es el fastidio de que unos metros de tela queden inservibles por haber sido manchados de sangre y vísceras.
Eric Hobsbawm cuenta en La era de la revolución como las nuevas técnicas de producción cambiaron la vida de una gran parte de la población. Para los antiguos campesinos, acostumbrados a una forma de vida que apenas había cambiado desde la Edad Media, verse obligados a trabajar en condiciones insalubres por un sueldo de miseria debió ser un auténtico infierno. Para la nueva clase burguesa, en cambio, fue la ocasión de convertirse en la nueva aristocracia, dándose casos tan extremos como el que aparece en la película: el dueño de una fábrica que compra una enorme mansión y la amuebla con todo lujo a pesar de seguir viviendo en su hogar de siempre, simplemente porque tiene dinero y todos deben saber que esa mansión es suya.
Los tres protagonistas de La tierra de la gran promesa son unos arribistas sin escrúpulos, cualidades muy útiles en el mundo capitalista del siglo XIX. Con el fin de fundar su propia fábrica, se mueven en el pequeño mundo del dinero de la ciudad de Lodz, un mundo en el que una pequeña fluctuación del precio del algodón puede arruinar a muchos de la noche a la mañana y en el que los burgueses van al teatro no a ver la obra, sino a observar la vestimenta y el comportamiento de sus compañeros de clase. La brutalidad de los métodos para acumular capital no importa tanto como el lujo y el oropel que conllevan. Este es el sueño de estos tres amigos, un sueño absolutista al que finalmente irán oponiéndose los obreros que con sangre sudor y lágrimas irán conquistando los derechos laborales de que nosotros disfrutábamos hasta hace bien poco y que vamos perdiendo a pasos agigantados. Una película redonda por parte de Wajda, que logra recrear una época con una gran verosimilitud.