Ayer, domingo y 5 de agosto, cincuenta años de la muerte de Marilyn y horas de agonía de Chavela Vargas, volví a vivir una de las experiencias con mayor capacidad evocadora de cuantas recuerdo. Fue en el valle, al pie de la montaña, en la casa de Gargantilla del Lozoya: habíamos terminado de comer y en pocos minutos el cielo se empozó (hermosa palabra que guardo como una reliquia tras leerla en un hermoso poema del poeta olvidado Eladio Cabañero: "cuando se empoza el sol en jueves, / antes del domingo llueve", escribió) y el ambiente se puso oscuro y llegó viento del noroeste y en pocos minutos comenzó a chispear entre rugidos de la naturaleza y después llegó una lluvia abundante, y el granizo algunos minutos más tarde y el jardín comenzó a encharcarse, y la zona del porche proyectada hacia la montaña a recibir el agua como un barniz necesario. El rastrojo, las hierbas a punto de amarillear, los matorrales, la tierra despojada de naturaleza en las zonas más pisoteadas... todo comenzó a agradecer el regreso de la lluvia entregando al aire sus olores. Olor a hierba mojada, a paja húmeda, a tierra, a pétalos marchitos (los geranios, alguna rosa milagrosamente íntegra), olor a lejanía --"huele a lluvia de muy lejos", escribió Luis Felipe Vivanco, otro olvidado--, olor a otro tiempo.
Con la tormenta de agosto han vuelto a mí otras tormentas. Leídas y vividas. Por ejemplo: las tormentas de septiembre junto al mar de todos los veranos (le robo a Esther Tusquets la frase y sé que, allá donde esté, no reclamará derechos), cuando la mayor parte de los apartamentos y viviendas, también los comercios y un buen puñado de los bares, estaban vacíos, dormidos a la espera de la nueva temporada y quedábamos muy pocos veraneantes. Recuerdo especialmente dos o tres días de terribles tormentas junto a Cabo de Palos en el verano en que concluí el primer borrador de Memoria, deseo y compasión, mi ensayo sobre la poesía de Manolo Vázquez Montalbán: fue en septiembre de 1997 y lo que yo viví con la emoción, cargada de literatura, con que evoco las tormentas, E. y mis hijos, todavía pequeños y dominables, los vivieron con cierta angustia porque aquellos días de lluvia acortaron obligadamente los días de baño, las horas de playa y sol, los juegos en la arena. Yo pasé muchas horas metido en el bungalow escribiendo, revisando los poemas de Manolo, estableciendo paralelismos entre versos, entre obsesiones, buscando los vocablos que hacían que en determinado poema sonara la música de otros poetas (Eliot, Gil de Biedma, Goytisolo...) y, sobre todo, saboreando aquellos textos que hablaban del verano, de unos veranos que yo había comenzado a mitificar y de los que eran propietarios algunos escritores catalanes y amigos del poeta estudiado: el citado Gil de Biedma, Esther Tusquets, Carlos Barral y toda la mitología concentrada a su alrededor en Calafell y Terenci Moix (su Olas sobre una roca desierta fue el precedente maravilloso que me llevaría a El día en que murió Marillyn). Fueron días de tormenta, de oscuridad, de una cierta tristeza que ahora evoco con una enorme melancolía: recuerdo que volvimos a Madrid antes de lo previsto, que la urbanización en que estábamos se llenó de charcos, que algunos garajes se inundaron y que sobre el faro se pintaron algunos de los más hermosos motivos para convertir la naturaleza en arte.
También han vuelto, con la tormenta de ayer, los temporales con que culminaba agosto en una aldea de Soria, Aguilar de Montuenga en mis vacaciones infantiles. La lluvia caía en tromba sobre la vega, se imponía en los pajares, de los que arrancaba un intenso olor a estiércol y a lana húmeda, y nos recluía a todos los chavales en alguna habitación con la tristeza y con el parchís a esperar un final que preludiaba la vuelta a la rutina colegial que aguardaba al otro lado del final de las vacaciones. En aquel pueblo (hablo de principios de los años sesenta), sus habitantes, campesinos todos, temían al rayo y al relámpago, al viento traicionero que acompañaba al pedrisco, para ellos la tormenta carecía del romanticismo con que yo la evoco: era la incertidumbre sobre las tomateras, era la amenaza de la descarga sobre alguna de las techumbres de las casas, el posible incendio, y era, todavía, motivo de rezos colectivos, causa para la cita de las más ancianas alrededor de la lumbre o excusa para que los hombres se refugiaran en el bar a sopesar beneficios y perjuicios del temporal. Recuerdo el frescor del aire al salir a la calle tras la escampada, el olor que llegaba de las eras (a trigo empapado), la acidez apacible con que olían las flores de los geranios de algún balcón próximo a nuestra casa... Allí nos sentíamos indefensos ante la tormenta. Los temores campesinos se nos contagiaban y vivíamos, en parte, su indefensión y su fatalismo. En todo caso, maravillosas tormentas de los diez u once años, antes de la adolescencia y de la juventud, cuando todo parecía formar parte de un extraño sueño del que, paradójicamente, deseábamos salir cuanto antes.
Imposible obviar, en este recuento de emociones, dos tormentas leídas (es decir: vividas por delegación): Tormenta de verano, la novela de Juan García Hortelano que pasaría a ser la metáfora de la vida "colonial" (de colonia o urbanización) en que se refugiaba, en los años cincuenta y sesenta, cierta clase media con afán de modernidad en algunos lugares emblemáticos de la Costa Brava. Aquella lectura está vinculada a largas horas de siesta sin siesta en mis veranos de bachiller, y al olor del salitre, y del viento algo más frío llegando del mar después del aguacero, un viento que olía también a redes, a caracolas, a algas acumuladas junto a medusas muertas y astrosas bolsas de plástico, al sexo frío del cadáver de la muchacha que apareció en la playa y que abría la novela a los meandros del argumento....
Y, por último (y vuelvo al principio) la tormenta que se desata, en los capítulos finales de mi novela Verano (2008), durante la cena con que sus personajes "celebran" el final de unas vacaciones que han durado quizá demasiado. Una tormenta que está cargada de experiencias personales, que sintetiza todas las tormentas vivídas y leídas a lo largo de mi existencia y que llena de melancolía y evocaciones a quienes representan a las dos generaciones que dan vida a la novela: los adolescentes que están descubriendo el amor y a los que la tormenta les sirve de excusa para refugiarse en un erotismo torpe, naciente y maravilloso; y los adultos "acuarentados" (te la debo, Manolo) que contemplan su pasado en el espejo de la lluvia y de la noche.