Revista Cultura y Ocio
Llevo un año y medio en Londres, pero aún no he visitado la Torre de Londres, una de sus principales atracciones turísticas. Y quizá no lo he hecho por eso: por ser una de sus principales atracciones turísticas. Las principales atracciones turísticas me agobian mucho, además de que me esquilman el bolsillo. En realidad, yo ya he estado en la Torre de Londres: la visité en 1979, cuando pasé mi primer verano en Inglaterra. Conservo muy escasos recuerdos de aquello: imágenes vagas de las joyas de la Corona, que brillaban, muy azules, en las vitrinas, y de la muchedumbre que recorría las salas. Hoy mi amigo Diego, que no la conoce en absoluto, y yo hemos decidido visitarla: es una forma como otra de pasar un sábado frío y desapacible en la ciudad. Y no empieza mal: apenas hay colas y entramos en un periquete. La Torre de Londres es un enorme complejo defensivo, en cuyo centro se alza la Torre Blanca, la fortaleza normanda. Guillermo el Conquistador, el nuevo señor de las islas, la mandó construir en 1078, a la entrada de la ciudad, en un antiguo emplazamiento romano, para demostrarles a los londinenses quién mandaba. Los edificios han ido creciendo en el interior del recinto, al amparo de sus tres anillos de murallas. En el patio central, alrededor de la Torre Blanca, se aprecia la diversidad arquitectónica que han legado casi mil años de avatares históricos: junto a baluartes medievales hay edificios de ladrillo victorianos, y al lado de naves góticas, construcciones renacentistas. No entendemos muy bien por qué hay, aquí y allá, estatuas de animales: un oso polar, un elefante, unos leones, una familia de monos. Poco después lo averiguaremos: la Torre de Londres, entre muchas otras cosas, también ha sido casa de fieras: por estos patios han deambulado animales traídos de todos los países del mundo por los navegantes británicos, los ejércitos imperiales o los mandatarios extranjeros deseosos de quedar bien con sus anfitriones. Debía de ser bonito este lugar en el siglo XVI: aquí igual se rebanaban cabezas que se cruzaba uno con un tigre hambriento o un mandril enfadado en el patio de armas (en 1753, uno de ellos había matado a un grumete del barco que lo traía de África a Londres por el expeditivo procedimiento de tirarle a la cabeza una bala de cañón de nueve libras). Tampoco le arrendamos la ganancia a los cuidadores de las bestias: el último de ellos, Alfred Cops, tuvo que ser rescatado, en 1826, de las fauces de una serpiente que, de pronto, sintió ganas de merendárselo. Diego y yo decidimos que nuestra primera visita será a las joyas de la Corona, que son la joya de la corona de la Torre de Londres. Aunque Diego no ha estado nunca en el monumento, lo conoce bien, seguramente mejor incluso que los responsables de seguridad. Durante mucho tiempo jugó a un videojuego cuyo objetivo era robar las joyas de la Corona, y tuvo que correr, deslizarse, escalar y descender, por pasillos, desagües y tejados, a todos los rincones del palacio. Mientras esperamos en la gigantesca cola -esta sí- que hay para ver las joyas, me cuenta las peripecias de su latrocinio digital, y yo le sugiero si no podríamos aprovechar su conocimiento del lugar para hacernos con algunas buenas piezas y sacarle algo de partido a nuestra visita. Pero ha pasado mucho tiempo, me dice, desde sus correrías virtuales, y ya no está seguro de dominar el terreno. Llegamos por fin a las salas con las joyas, y comprobamos que, para ver una larga fila central de coronas y cetros, un pasillo mecánico desplaza a los visitantes. No hay que caminar: el tesoro pasa ante nuestros ojos como los platillos de un restaurante japonés, solo que aquí no puedes coger lo que te parezca. Como las paredes son negras y todo está a oscuras, las alhajas refulgen como candiles. Vemos diamantes grandes como pelotas de playa y una sopera de oro en la que cabrían todos los comensales de la cena. Otras piezas, en cambio, me parecen menudas: la corona que la reina ostenta cada año en la ceremonia de apertura del Parlamento -y que se ve por televisión en todo el mundo, como si la ceremonia de apertura del Parlamento británico tuviera algún interés para el mundo- es poco más que la toca de una adolescente, aunque los brillantes, zafiros y esmeraldas con que está adornada brillan tanto que escuecen los ojos. Casi todas las piezas son relativamente modernas: apenas quedan dos anteriores a 1649, cuando, durante la Guerra Civil -porque aquí también han tenido una guerra civil, aunque trescientos años antes que nosotros-, el tesoro real, símbolo de la opresión monárquica, fue fundido o destruido a martillazos. Cumplido el rito de la contemplación de las joyas, nos dirigimos a la Torre Blanca, que alberga una de las armerías más completas de Europa. Un espacio cerrado al público es la armería española, a la que, por razones obvias, me asomo con curiosidad. Aquí se expusieron, durante muchos años, las armas capturadas a la Armada y los supuestos instrumentos de tortura que utilizaba la Inquisición y los españoles, en general, contra los enemigos de la fe y del país. Pero muy pocas armas y ningún instrumento de tortura eran españoles. La armería se utilizaba, en realidad, como mecanismo de propaganda contra España, el gran enemigo de Inglaterra durante varios siglos. Hoy hasta el cartel que informa sobre ese espacio reconoce que fue un capítulo más de la leyenda negra que los enemigos de los Austrias forjaron a lo largo del tiempo, con notorio éxito. En las muchas salas dedicadas a las utensilios bélicos, destacan algunas piezas modernas, enjoyadas: revólveres recubiertos de diamantes, pistolas de oro, subfusiles de platino y madreperla: unas pocholadas, con las que debía resultar suntuoso matar. Me gusta más, francamente, la capilla de San Juan, en estilo románico normando, de 1120: sobria, contundente y, a la vez, airosa. La Torre de Londres ha sido muchas cosas a lo largo de la historia: plaza fuerte, residencia real, archivo del Estado, casa de la moneda, arsenal, cárcel y, como he dicho, hasta zoológico. Sin embargo, es como presidio y lugar de ejecución que se ha labrado una sólida y sombría reputación. Aquí han estado encarcelados, entre muchos otros, William Wallace, el héroe escocés, antes de que lo descuartizaran en Smithfield; Tomás Moro, el autor de Utopía, que acabó decapitado; Samuel Pepys, el gran diarista de Londres, por malversación de caudales públicos; y hasta el nazi Rudolph Hess, en 1941, hasta que, condenado en Nüremberg, fue transferido a Spandau. Aquí también estuvo encerrada y fue decapitada Ana Bolena, la segunda esposa de Enrique VIII, cuyo fantasma se dice que aún camina alrededor de la Torre Blanca, con la cabeza debajo del brazo: otro fenómeno que contribuiría al entretenimiento en la Torre cuando había animales salvajes merodeando por los patios. Aunque la ejecución de la Bolena no ha sido el asesinato más legendario del lugar. Este dudoso honor corresponde a la muerte de los príncipes Eduardo y Ricardo, hijos de Eduardo IV, a los que su tío, el lord protector Ricardo, duque de Gloucester, confinó en la Torre en 1483 y, probablemente, hizo desaparecer, para ser él rey de Inglaterra, como así sucedió. Como puede verse, el viejo dicho, tan aplicable al mundo de la poesía y de los privilegios institucionales, de "quítate tú pa ponerme yo" ha tenido gloriosos precedentes en el mundo de la realeza. Ricardo III, en efecto, protegió a sus sobrinos radical y definitivamente: los apartó para siempre de los sinsabores de brega política y de las onerosas responsabilidades de la monarquía. Dos siglos después de la desaparición de los príncipes, durante unas obras en la Torre, se descubrió, enterrada, una caja de madera con el esqueleto de dos niños, aunque no se tiene la certeza de que correspondan a los pequeños Eduardo y Ricardo, porque estaban sepultados a la misma profundidad que algunos restos romanos encontrados en esa misma zona. De este pasado de venganzas y degollamientos se conservan algunos souvenirs en la Torre, como un hacha gigantesca y el tocón en el que los condenados apoyaban la que muy pronto iba a dejar de ser su cabeza. Sin embargo, en el recinto amurallado solo constan documentadas 22 ejecuciones -la última, de un espía alemán, en 1941-: el grueso de los ajusticiamientos se hacía en la vecina Tower Hill, de cuyo suelo puede decirse con propiedad que ha sido regado con la sangre de miles: traidores, delincuentes, inocentes, reyes, nobles, espías, amigos, enemigos y hasta alguno que pasaba por allí. Nuestra última visita en la Torre de Londres es al Museo de los Fusileros. Cuando nos dirigimos allí, vemos a dos de los famosos cuervos de la Torre, cuya desaparición, según la leyenda, implicará la desaparición del propio monumento. (A los británicos les encantan estas historias moderadamente apocalípticas: también Gibraltar depende de que siga habiendo monos. A lo mejor, para recuperar la soberanía española del Peñón lo que habría que hacer es enviar una misión secreta que los envenenara a todos). Son pájaros enormes, de una negrura diamantina, que nos miran como sabedores de su intangibilidad: les sirven cada día una ración de carne con la que una familia etíope sobreviviría un mes, un equipo de veterinarios se cerciora periódicamente de que estén rozagantes y lustrosos, y no hay quien les tosa. Carteles clavados en el césped avisan a los imprudentes turistas de que pueden picar. Y, en efecto, los cuervos son capaces de sacarte un ojo de un picotazo. Junto a ellos, abundan también los beefeaters, esos guardianes de la Torre, disfrazados de guardianes de la Torre, que han dado nombre a una marca de vodka; los soldados con gorro de piel de oso que cada rato se marcan un paseíto entre garitas con gran estruendo de taconazos y patadas al suelo (al fin y al cabo, este es un palacio real, y el ejército es responsable de velar por su contenido); y, en general, los funcionarios uniformados, ya sean vigilantes de las joyas de la Corona, guardias de cualquier otra sección de la Torre, cortadores de entradas o cualquier otro empleado con alguna responsabilidad administrativa. Esta es otra de las pasiones de los británicos: los uniformes, aunque Diego y yo no podemos dejar de admirar su respeto y su interés por la historia militar del país. En España, los museos militares avergüenzan, y casi nadie sabe nada de la historia de sus ejércitos. Tal ignorancia, considerando que España ha sido un imperio durante cuatro siglos y se ha visto envuelta en centenares de conflictos armados, que son siempre la traslación de la política al campo de batalla, revela la desidia cultural del país y nuestra escasa autoestima colectiva. El Museo de los Fusileros documenta la historia del Regimiento de Fusileros, hoy Fusileros Reales, creado en 1685 y participante en casi todas las guerras que ha librado el imperio británico a lo largo de la historia, entre ellas las peninsulares contra Napoleón o la de Crimea, en la que contemplaron la legendaria -e infausta- carga de la Brigada Ligera en Balaklava. Lamento, no obstante, que los ingleses sigan tratando tan mal la ortografía española: la batalla de la Albufera, por ejemplo, se ha convertido en la batalla de la Albuhera. Lo que más me impresiona del conjunto son sendos bustos de Hitler y Mussolini, capturados por los miembros del Regimiento en la Segunda Guerra Mundial: negros ambos, como los cuervos que hemos visto, glaciales, sobrecogedores; ridículos, en realidad, pero atrozmente ridículos. Cuando salimos de la Torre, cruzamos el adyacente Puente de la Torre, que, construido en 1894, solo tiene en común con esta el nombre. Hace frío, pero es un lugar hermoso, con una buena vista del conjunto que acabamos de visitar. Ahora nos iremos a tomar una cerveza al pub y concluiremos un día agradable, pese a haber sido tan turístico.