En política, se podría decir que fluctuamos entre dos maneras de entender la Política: La tradición político-elitista y la tradición político-ciudadana.
La tradición elitista se relaciona con la idea del Filósofo Rey, ligada -quizás de mala forma- a Platón, que idealiza como el mejor régimen, aquel donde los gobernantes son los más virtuosos o sabios.
Según esta visión, las virtudes y sabiduría del buen gobernante escasean, pues se presume que una gran mayoría carece de areté (la virtud griega), no son capaces de conocer y defender sus intereses, y por tanto requieren de conductores, guías, o de líderes sabios, que establezcan el orden correcto y armónico en la polis. Bajo esa concepción, el poder concentrado en manos de aquel gobernante más sabio y virtuoso, sería mejor que el poder atomizado entre todos los miembros de la polis.
De ese juicio, han surgido diversas concepciones elitistas del poder (aunque algunas se presuman incluso igualitarias o democráticas) como la concepción del gobierno de los sabios; de los elegidos por dios; de los técnicos o científicos –versión moderna del gobierno de los sabios-; la del gobierno de los ideólogos revolucionarios (también sigue la línea del gobierno de los sabios), con el Politburó o el partido, que supuestamente capta el devenir histórico y social mejor que el resto.
Bajo esta concepción de poder concentrado, se hace imposible la idea de contrapesos y separación de poderes, puesto que el filósofo rey -como Salomón- concentra todos los poderes, incluso ejerce la asignación de Justicia (cuestión que John Locke muy bien cuestionó al decir que el rey absolutista no podía ser juez y parte). Pero, como bien dice Fernando Mires: Si la justicia se subordina a un partido, un gobierno o un líder, ya no es justicia.
Esa concepción elitista se ha mantenido a pesar de las diversas revoluciones. Quizás por eso, Rudolf Rocker tenía razón al decir que tenemos autoritarios de “derecha e izquierda”, que mantienen el principio divino de las antiguas monarquías, pues plantean el ejercicio del poder concentrado, autoritario, de sus caudillos o líderes, a través de mecanismos elitistas, absolutistas, o incluso dictatoriales. Y lo justifican en base a supuestas leyes divinas o históricas.
Las élites y castas políticas de manera transversal –da lo mismo como se autodenominen, qué orden o régimen digan defender, o con cuánto apoyo “popular” cuenten- enarbolan estos argumentos para oponerse a la mayor desconcentración del poder o para promover la asunción de otros (sus hijos o hermanos) al poder mismo, como es el caso de las autocracias hereditarias, basadas en el derecho divino o “el derecho revolucionario”. Incluso, para justificar sus propias faltas.
Así, la mala política, las fallas del poder, y los vicios de los gobernantes, según las propias élites dominantes, radican en la falta de virtud de alguno de sus miembros, y no en la concentración del poder que poseen. Lo peor, es que los propios dominados enarbolan el mismo argumento para justificar el poder que les han concedido a gobernantes ineptos o tiránicos. En otras palabras, niegan o ignoran lo que planteaba sabiamente Lord Acton: que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe más.
Esta concepción elitista del poder (aunque adopte tintes colectivos como en el caso de los totalitarismos del siglo XX) no concibe el autogobierno, ni el libre albedrío, ni la autonomía individual, ni la asociación voluntaria. Por tanto, tampoco acepta la idea de democracia entendida como espacio polémico de la Política donde se ejerce la libertad de la palabra.
Los déspotas que imponen su opresión a nombre de la democracia, lo que hacen es instrumentalizar la idea de democracia, para imponer el paternalismo religioso o ateo, y por tanto, el control moral por parte de los “virtuosos” (ellos mismos) sobre aquellos a los que consideran carentes de virtud o herejes del credo del déspota o el credo mayoritario. Obviamente, ese control se impone generalmente por medios no políticos, es decir de manera coactiva. Lo que Hannah Arendt muy bien denominaba el poder que nos oprime.
La otra tradición, que podemos llamar político-ciudadana, contradictoriamente la menos promovida, está basada en la constante desconfianza en cuanto a los gobernantes y el poder, que plantea que lo esencial no es esperar al o los gobernantes ideales (porque simplemente no existen), sino que fortalecer el autogobierno, la libre asociación, y lo que entendemos como sociedad civil, aquel espacio ciudadano independiente del poder estatal y los gobiernos de turno.
En base a esta concepción, que implica el reconocimiento del principio de autoposesión, el respeto mutuo entre los sujetos y el ejercicio de una ética de la argumentación, han surgido a lo largo de los siglos: el concepto de persona e individuo; las ideas de secularización; pluralismo; tolerancia; libertades civiles-políticas; y los derechos humanos. También, en base a ello surge la idea de democracia moderna representativa, como respuesta a la antigua forma de poder concentrado, despótico y autocrático, el absolutismo monárquico, con su elitismo aristócrata (que nada tenía de virtuoso) y las estructuras oligárquicas y mercantilistas ligadas a éste.
Con el resurgir de la idea democrática, se plantea la necesidad de establecer mediante mecanismos institucionales y democráticos, contrapesos y controles constantes al ejercicio del poder en cualquiera de sus formas y sin depender del carácter de sus detentadores. Es decir, evitando al máximo su concentración y por ende los abusos que ello implica. Como dice Fernando Mires, el sentido de la democracia es resguardar la existencia de la política al interior de ciertos límites.
Por eso, contrario a lo que muchos podrían presumir y plantean a menudo, la desconcentración del poder a través de la democracia, no implica caer en el asambleísmo, que es una desviación más bien tribal de la democracia, que sin los contrapesos y controles necesarios, conlleva peligrosamente el germen de la dictadura de mayorías, y que los griegos definían muy bien como la oclocracia o gobierno de la muchedumbre. Sócrates decía: “Si un barco estuviera a punto de naufragar, ¿Darías el timón a un capitán experto o te pondrías a deliberar?”.
Si no se establecen criterios básicos como la ética de la argumentación y el respeto a derechos humanos básicos, el asambleísmo siempre tiene el riesgo de caer en la concentración del poder en una mayoría que finalmente se torna elitista y despótica. No por nada, Robert Michels sentenciaba que la ley de hierro de las oligarquías se manifiesta incluso en organizaciones que dicen basarse en la democracia popular, la igualdad o el asambleísmo.
Es claro que en el asambleísmo, que es una forma de poder concentrado, el poder numérico unido en una mayoría -la voluntad general- tarde o temprano puede dar lugar a la despolitización del grupo, y con ello a formas de dominación tribales, pre políticas y anti democráticas como el caudillismo, la dominación carismática, y con ello a la autocracia.
Como muy bien describía Rudolf Rocker: “Los jacobinos, siguiendo esas huellas, amenazaron con la pena de muerte ante los primeros ensayos de los obreros franceses para agruparse en asociaciones profesionales, y declararon que la representación nacional no podía soportar un Estado dentro del Estado, pues, con esas alianzas, sería perturbada la expresión pura de la voluntad general. Hoy se apropian el bolchevismo en Rusia y el fascismo en Alemania y en Italia de la misma doctrina, y suprimen todas las asociaciones particulares incómodas y hacen, de las que dejan en pie, órganos del Estado”.
La atomización del poder, mediante procesos democráticos, implica por ejemplo, la no perpetuación de los cargos. Por algo los griegos utilizaban el sorteo como forma democrática de acceso a cargos políticos.
Me parece que en el debate general, aún sigue primando la noción político-elitista de la Política, incluso en actores no estatales o políticos- sólo que se dice que a través de ésta se busca promover la Democracia hablando de la voluntad popular. Pero no hay que olvidar lo que Rudolf Rocker planteaba:
“Frente a la soberanía ilimitada de una voluntad general imaginaria, toda independencia del pensamiento se convirtió en crimen, toda razón, como para Lutero, en prostituta del diablo. También para Rousseau se convirtió el Estado en creador y conservador de toda moralidad, frente a la cual no podía existir ninguna otra concepción moral. Era sólo una repetición de la misma antiquísima y sangrienta tragedia: ¡Dios es todo, el hombre nada!”.