En un reciente artículo en el periódico británico The Times, la periodista Martha Gill reivindica una política que deje de vender autenticidad y venda en su lugar competencia. Gill sostiene que la autenticidad es una de las cualidades que más exigimos a los políticos, a pesar de que es un rasgo poco común y de que la política contemporánea gira en torno a la disciplina de partido: el que suena auténtico probablemente es porque ha ido en contra de la línea marcada por su formación. Por eso los líderes populistas se reivindican como auténticos. Su postura rupturista es una enmienda a la totalidad de la política del establishment, que consideran demasiado insincera.
"En nuestra democracia mediática y polarizada es casi una ingenuidad exigir autenticidad"
Es casi imposible escapar a la trampa de la autenticidad en política. El que hoy se vende como auténtico suele ser simplemente un bocazas o un showman, a no ser que se trate de un político brillante. Y el político que es acusado de insincero e intenta ser auténtico suele fracasar: cada intento por resultar más cercano acaba demostrando precisamente lo contrario (si no te gustan los niños, no vayas cogiéndolos en brazos durante la campaña; pueden ponerse a llorar y quedas fatal). Le pasó a Hillary Clinton durante su campaña contra Trump y les pasa a todos los políticos elitistas que cogen el transporte público como si estuvieran en el parque de atracciones.
Pero la exigencia de competencia tiene también problemas: la figura del tecnócrata cumplidor resulta muy atractiva y nos acerca a visiones que consideran que el mejor político es el que trata su país como una empresa (al estilo Trump, o incluso Xi Jinping). Lo ideal es un equilibrio muy difícil de alcanzar entre autenticidad y competencia. En nuestra democracia mediática y polarizada es casi una ingenuidad exigir algo así, pero a veces algunos políticos auténticos y competentes se cuelan por las grietas del sistema, aunque hace años que no los veamos.
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