La jornada reducida es una trampa mortal. Un espejismo de un horario más reducido que, sobre el papel, permite conciliar la vida personal y la laboral. Una engañufla para seguir llevando dinero a casa, mantenerse en activo y (no) dejar de lado la crianza de un hijo ni dejar escapar entre los dedos sus primeros mejores años. Un concepto que, si se cumpliera a rajatabla, podría ser la solución para una sociedad y un mercado que castiga a las madres recientes dándoles la espalda.
Podríamos tener bajas maternales más amplias, facilidades para coger más excedencias o ayudas económicas para permanecer los primeros meses junto a nuestros bebés. De esta manera, no habría prisa por dejar de amamantar, por llevarles a la escuela infantil y la vuelta al trabajo sería más cómoda, menos dolorosa y traumática. Y, por lógica, las trabajadoras estarían bastante más motivadas en su vuelta al trabajo y menos preocupadas por sus bebés enfermos día sí, día no y por hacer malabarismos para poder atender todo.
En lugar de ello, tenemos la posibilidad (y dando gracias) de reducirnos nuestra jornada laboral. Los dos primeros años, cotizando al 100%, y los diez restantes, como un derecho que ninguna empresa nos puede retirar. Una solución que para muchas madres es la única posible. Pero que choca de bruces con una realidad en la que (muchas veces, y no siempre afortunadamente) hay que hacer horas extra, consultar mails durante la tarde, acabar una cosa urgente o meter alguna “horilla de nada” por la noche.
Y una intenta llegar a todo. Quiere acabar los trabajos del día, esos que no caben en una jornada reducida y sí en una de ocho horas (porque el salario se reduce pero muchas veces los clientes siguen esperando ahí sentados a que respondas como siempre), quiere jugar con su hijo, sin tener que engañarle a ratos con los dibujos animados para terminar algo en el ordenador y quiere seguir formándose, reciclándose, para poder hacer mejor su trabajo, arañando ratos por las noches, rascando minutos de juegos y de cuentos. Las horas son las que son.
La frustación de no poder llegar a nada y de dejarse tantas cosas por el camino podría ser llevadera, si no fuera por las miradas con ojos de cordero degollado que lanza el pequeño para jugar otro rato más con el tractor de los Playmobil. O por las veces que cierra la pantalla de portátil y se sienta enfadado en el suelo porque está aburrido y su madre no le saca a pasear ni le lee otro cuento.
En días así pienso en cómo consiguen equilibrar sus días las trabajadoras autónomas, las madres solteras o quienes no pueden reducirse su jornada sin tener ayuda externa en casa. Y que no me pongan como ejemplo a mujeres como Soraya Sáenz de Santamaría, quien renunció a su baja maternal para incorporarse a su trabajo nada más parir.
Porque que ella no cumpla la baja ¡obligatoria! del puerperio y se pase por la torera la baja maternal nos hace un flaco favor a quienes sí queremos disfrutar de ese periodo de ¿descanso? para traer a la vida a un hijo y afianzar lazos con él. Una mujer en esa posición no ayuda al resto, que en muchos casos se ve en la tesitura de exigir que se cumplan sus derechos. Está claro que es cuestión de prioridades personales, pero ¿acaso alguien puede traer al mundo un hijo y seguir como si nada? ¿Y quienes sí queremos que las cosas cambien y que la conciliación sea una utopía? ¿Qué nos inventamos?
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