Revista Cultura y Ocio

La tristeza y el silencio

Publicado el 08 octubre 2020 por Molinos @molinos1282
La tristeza y el silencio «Siempre que te veo me sabe a poco y vuelvo a reflexionar sobre ese absurdo fenómeno que cada día se da con más frecuencia, de ir perdiendo la conexión con los seres que nos son más afines, mientras, por el contrario, gastamos tantas horas en frecuentar o aguantar a gente que nos importa muy poco. Tú eres para mí uno de esos afectos sólidos y constantes que resuenan al fondo de otras cosas más bulliciosas y aparentemente de mayor relieve. Y siempre estás igual que cuando bajabas en corbata y playeras a la playa de Formentor.» (Carta de Carmen Martín Gaite a Miguel Delibes en abril de 1983) 

Martín Gaite describe a Delibes como un afecto sólido en el que poder anclarse, descansar, retomar fuerzas. No dice me encanta hablar contigo o qué bien lo pasamos o como me ayudó lo que me contaste. En la oscuridad de la sala de la exposición de la Biblioteca Nacional, leo y releo ese fragmento y casi puedo verlos juntos, sentados, hablando sin grandes expresiones y sin tratar de cambiar el mundo, simplemente disfrutando del bálsamo que su compañía mutua les proporciona. 

Imagino a Delibes en su casa, melancólico como él se definía y arrasado de tristeza desde la muerte de su mujer, sintiéndose reconfortado por las cartas de Martín Gaite y de otros amigos. Probablemente no contestara  diciéndoles que lloraba al vestirse, que la tristeza le ahogaba mientras se sentaba a trabajar o cuando salía a pasear. Contestaba a todas las cartas que recibía y quiero pensar que en sus respuestas encontraba un desahogo o un medio para encauzar su tristeza y que ésta fuera más llevadera, por lo menos durante un rato o, a veces, durante días.  

Me obligo a salir de casa,  a ponerme zapatos, a peinarme, a bajar a la calle y a caminar. La gente dice que Madrid está más triste, a mí me parece que está más vacío pero igual de hostil, sigue sentándome fatal y después de siete meses de ausencia me está costando habituarme. Probablemente porque no quiero habituarme. Llevo tres días llorando de tristeza. Lloro abrazada a mis hijas, lloro mientras cocino y lloro mientras trabajo. Lloro mientras hago la cama y ordeno la ropa. Y no lloro mientras hago la tabla de abdominales porque el odio consume toda mi energía, pero lloro, otra vez,  mientras escribo a Juan. «Estoy muy triste»«¿Te llamo?» me pregunta.  «No, no quiero hablar, voy a salir a dar un paseo y a ver la expo de Delibes.» 

Para mi la tristeza es solitaria, muda. No quiero contarla, ni explicarla, ni buscarle razones, ni justificaciones. Y no quiero hablarla. La tristeza no mejora al ponerle palabras porque se enreda, porque parece, entonces, inexplicable y frívola e innecesaria. Y no lo es, nunca lo es. Se dice que es difícil expresar, con palabras, la felicidad pero, para mí, es al revés, es la tristeza lo que no tiene explicación porque ponerle palabras me resquebraja. Puedo contar mi felicidad, mi tristeza solo puedo enseñártela.  Se que lo que mejor marida con mi tristeza es el silencio que dice: se que estás triste, estoy aquí. El silencio que solo dan los afectos sólidos y constantes, aquellos a los que siempre puedes recurrir sin tener que explicarte, diciendo solo "estoy triste" y que eso sea suficiente consuelo. 


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