Gandalf es un viking (utilizo esa forma, en lugar de vikingo, por fervor borgiano) que ha viajado con sus hombres hacia el sur para vengar la muerte de su padre, que combatió en la zona y partió desde allí hacia el Valhala. En la desierta costa a la que llega tiene lugar su encuentro con Blanca, una muchacha que le explica que su fe la impele a orar todos los días, por consejo de su padre, junto al túmulo bajo el que reposa uno de los enemigos que, años atrás, llegaron desde el Norte para asolar la zona. ¿Se tratará de la tumba donde descansan los restos del progenitor de Gandalf?
Partiendo de esa situación, donde misterio, fe religiosa y casualidad se unen con lazos férreos, Henrik Ibsen nos entrega un breve drama poético, muy poco valioso en mi opinión, donde todo parece lírica y argumentalmente forzado, y donde la tesis de fondo (exaltación del cristianismo) queda dibujada con unos trazos más bien burdos. No resultan creíbles los exaltados diálogos de los protagonistas, con más adjetivos de la cuenta; no resulta creíble la situación teatral, que apenas logra sostener la verosimilitud; no resultan creíbles las reacciones de los protagonistas, más de cartón piedra que de auténtica carne.
Obra falsa en todos los sentidos: lenguaje, psicología, argumento y conclusión.
Perfectamente olvidable.