Valientes o cobardes, serenos o intranquilos, la última frase sorprendió a muchos escritores agotados por el dolor, seguros de que Dios no existía, seguros de que existía, seguros de que todo y lo contrario era posible. La última frase llegó muchas veces de improviso, en mitad de un delirio – “¡El coche fúnebre, el caballo, el chófer y bastante!”, gritó Pirandello – o como una respuesta que, sin enunciar la pregunta, no tiene sentido. “¡Al contrario!”, respondió Ibsen cuando su mujer le dijo que tenía mejor aspecto.
Hay escritores que murieron como si fueran uno de sus personajes. “¡Máteme o es usted un asesino!”, gritó Kafka, suplicando a su médico una sobredosis de morfina que acabase con su dolor. “Puesto ya el pie en el estribo”, dijo Cervantes en su lecho de muerte, como si intuyera que seguirá cabalgando con Don Quijote cuando estemos muertos.
Hay escritores valientes. “¡No tiemblo! ¡Nada me turba! ¿Miedo? ¿Por qué y de qué? Morir es como abrir una puerta cerrada”, afirmó Galdós con voluntad de epitafio. Y escritores desorientados. “No hay por qué asustarse. Me han visto escupir más sangre que eso y de sobra. Sin embargo, vayan y pídanle a mi mujer que se acerque”, dijo Moliére, que falleció pocos días después del estreno de ‘El enfermo imaginario’.
Hay escritores que llegaron a la meta sedientos, como Chejov: “Me muero… Hace mucho tiempo que no tomo champán”. Y escritores que antes de morir mataron a su hígado, como Dylan Thomas: “Me he tomado dieciocho whiskies, creo que es un buen récord”, dijo el poeta mientras sus amigos le despedían en el bar más cercano.
Lector por encima de todas las cosas, Marcelino Menéndez Pelayo se despidió con un único y enorme lamento: “Lástima tener que morirme… con tantos libros que me quedan por leer”. Y Dickens, escritor antes que lector, con un consejo tan válido para sus contemporáneos decimonónicos como para los escritores actuales: “Sed naturales, mis niños. El escritor que es natural ha cumplido todas las reglas del arte”.
Hay escritores que murieron sin respuesta. “¿Hay alguien que la comprenda?”, dijo Joyce pensado en ‘Finnegans Wake’, su ‘más difícil todavía’ definitivo. “Dime la verdad, ¿le he gustado realmente a Hemingway?”, preguntó Dorothy Parker. Y escritores que murieron sin dudas. “¡Fracasé!”, sentenció Sartre, convertido en el juez más implacable de sí mismo.
En ocasiones, pocas, la última frase de un escritor parece grabada en mármol. “Si queréis los mejores elogios, moríos”, afirmó Jardiel cual filósofo cínico. Pero de todas las despedidas de escritores que Laura Manzanera reúne en ‘Al pie de la sepultura’, mi preferida es la de Balzac. Siempre escribiendo, siempre acosado por las deudas, el escritor sentenció: “Ocho horas con fiebre. ¡Me hubiese dado tiempo a escribir un libro!” Un final magnífico.
‘Al pie de la sepultura. 500 frases lapidarias de personajes célebres en la hora de su muerte’. Laura Manzanera. Edhasa. Barcelona, 2006. 260 páginas, 3,95 euros (sí no es una errata, pinchad aquí)