Algunas ideas del artículo de Fernando Calvo Serraller publicado el pasado sábado en El País, en el que repasa el estado del arte en los últimos veinte años. Se puede leer completo aquí.
En cierta manera, eso que ahora se denomina alegremente como
"posmodernidad" no significa paradójicamente otra cosa que el triunfo
absoluto de la modernidad, o, si se quiere, la completa modernización del
público, que ahora, también en el campo artístico, exige, por principio,
"novedades", adoptando ahora él mismo el papel de vanguardia que
antes enarbolaban como una amenaza los "creadores", hoy reducidos a
una función más modesta de simples "productores", que, además, soportan
esta "carga" de innovación requerida por la exigente demanda. Esta
transferencia, desde luego, no habría sido tan súbita y rotunda sin el poder
mediático, factor decisivo para extender el mercado y dirigir el consumo. Un
dato significativo al respecto ha sido, por ejemplo, la hegemonía del llamado
"comisario" como factótum de la producción artística, pues usurpa la
función del creador y el crítico trasnochados.
Pero
si observamos esta deriva desde la perspectiva como la que se nos ofrece en las
dos últimas décadas, y centramos nuestra atención en la situación de los museos
de arte contemporáneo, observaremos que estos van abandonando progresivamente
su corte cronológico de arranque para convertirse en plataformas de análisis y
difusión casi exclusivas de lo último, con apenas unas pocas trazas del
inmediato pasado que, precediéndolo al mínimo, lo avala. De esta manera, la ya
antigua distinción entre París y Nueva York como sucesivos centros que
articularon de forma hegemónica la capitalidad artística moderna ha
desaparecido hoy por completo.
(...)
¿Estamos
entonces quizás ante un problema de la liquidación del arte en aras de una más
óptima liquidez de su explotación? Es aventurado suscribir esta afirmación
fuera de lo que ha escrito el filósofo Zygmunt Bauman acerca del triunfo actual
de la "licuación" de los antes sólidos valores, como corresponde a
una sociedad nihilista, que, enajenada, se consume consumiendo, tan sólo a la
espera de la promoción de los nuevos productos de la próxima campaña
estacional. Es cierto que los artistas actuales pugnan por conservar el
prestigio profético de sus antecesores, pero el eslogan de sus denuncias
coinciden con los programas políticos de los poderes gobernantes, con lo que la
función que cumplen apenas si se aparta un ápice de un ministerio de asuntos
sociales o medioambientales, o, todo lo más, de una ONG. Porque, en última
instancia, la profecía cobra fuerza no sólo por la catástrofe que anuncia, sino
porque no está consensuada.
(...)
Precisamente,
en relación con lo que acabo de apuntar [sobre el éxito del modelo de museo
Guggenheim], hay algo interesante que subrayar sobre la futura vida de los
museos, porque, tras esta espectacular y exitosa experiencia, se dibuja una
nueva forma de "rentabilizar" estas instituciones crónicamente
deficitarias. Es curioso que los que, hasta hace poco, criticaban este modelo
inventado por Thomas Krens, el ex director del Museo Guggenheim de Nueva York,
hoy lo apliquen con el furor de los neoconversos. Muy en particular éste ha
sido el caso de los museos franceses, que abren sedes en Atlanta o Abu Dabi, y,
sobre todo, que no cesan de alquilar sus fondos al mejor postor. Al margen de
lo que se pueda opinar sobre este nuevo uso de los museos públicos, no deja de
ser significativo que también este tipo de modelo gire sobre la rentabilidad
económica.