Revista Arte

La verdadera naturaleza de lo que somos: La transformación inevitable.

Por Artepoesia
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¿Cuánto valen nuestros principios? ¿Cuánto estamos dispuestos a mantener lo que pensamos, lo que -supuestamente- creemos de verdad? ¿Hasta cuándo seguiremos el discurso y la actitud que un día nos iluminó ante los demás como el ser más íntegro y decidido, seguro y resistente ante los vaivenes y la veleidosidad del mundo? Según un antiguo adagio de sabiduría, la única forma de conocer verdaderamente a los demás -y de paso conocerse uno a sí mismo- es calzarse los zapatos de los otros, caminar entonces por su mismo camino abrupto, y, luego de recorrerlo, regresar tan solo como antes de emprenderlo.
La Transformación. Relato breve.
Existió una vez un hombre que se enorgullecía de lo que era y pensaba sin saberlo, que defendía frente a todos sus inviolables pensamientos, firmes, decididos y solemnes. Desde siempre actuó así. Cuando pequeño saltaba el primero hacia el campo de los juegos, convencido de que aquello que ideara acabaría siendo seguido por los otros. Defendía sus maneras de entender la forma -la única- de empezarlo, de cómo debían ser las normas -las únicas- para conseguir hacer del juego la manera de plasmar, ante él y los demás, las reglas inmortales de lo único capaz de hacer que todo fuese así, como él pensaba, sentía y creía, inevitablemente, que eran las cosas, todas las cosas de la vida; ésas que sólo iluminaran su mente, sus decisiones y sus ideas.
Creció sumido en esta sensación, y consiguió -fácilmente- que aquello que le rodeaba fuese lo único que exitiera en verdad. Así, su medio ambiente influyó sin esfuerzos por cimentar la forma y maneras en que su personalidad terminaría por ser condicionada firmemente. Tuvo, eso sí, la suerte de no poseer más que aquello que precisara para iniciar la vida sin demasiadas cosas, cosas que le impidieran verla entonces con claridad. Desposeído de mucho, comprendió que sólo sin tener nada la probidad de una idea bastaría para satisfacer así otros deseos inevitables. Y de este modo, sinceramente, acabaría por convertirse en un envidiable defensor de los derechos, de la justicia, de los otros, de los desarrapados seres que, como él, deambulaban por el torticero mundo desastroso.
Acabó liderando consignas, agrupamientos, movimientos, que pudieran terminar de una vez, y para siempre, las malditas injusticias de la sociedad y de sus maldades. Pronto su fama alcanzó aquel prurito de su infancia, aquella singular tendencia a ser embargado por la sensación de representar lo único representable. Le aclamaban, le envidiaban, le consideraban el ser más justo, honesto, capaz, inconmovible y decidido. Sus miserias, sus escasas posesiones, alimentaban así las ideas -plausibles- que utilizaría siempre ante los otros, ante él, y ante la vida.
Y así satisfizo su anhelo, su frustración, su sentido de ser. ¡Cómo disfrutaba al comprender que, al menos, la verdad de su vida era pareja con la verdad que creía como la única que pudiera existir! Ya no dudaba, ya no sentía que su destino pudiera calmarse con otra cosa que no fuera con la firme, inamovible y fanática manera de pensar. Y todo tenía sentido. Su filosofía utilitaria le llevó a pelear con fuerza para desposeer a otros de aquello que -justamente- otros no tenían. ¿Quién osaría siquiera alzar la voz para argumentar lo contrario? Él sabía -¿o no?- que esas ideas compensarían con fuerza la desalmada circunstancia de su destino.
Los años pasaron, y la vida continuó con sus azares inmaduros, sus motivos misteriosos y sus alardes sin sentido. Un día recibiría la noticia más inesperada de su vida. Acababa de ser tocado por la diosa fortuna. Millones de euros, cientos de millones, osaron terminar en sus manos para siempre. Ahora podría disponer de todo lo que quisiera para cambiar la vida de los otros, porque la suya era inconmovible, definida, ajustada a sus deseos. Inicialmente así pensó. Todo podría ahora, además, justificarlo, llevar a la realidad aquellos motivos que le hicieron lo que era.
Pero todo era del todo diferente. Porque no es lo mismo clamar en el desierto que sentir que éste queda lejos de tu vida. Al principio quiso mantener sus compromisos, quiso diseñar el sentido de su vida con los mismos planteamientos que había defendido. Pero, pronto las contradicciones suplantaron los principios. ¿Cómo argumentar con hechos las ideas altruistas cuando aquéllos -los hechos- son contrarios a los intereses mantenidos en un sentido -las ideas- diferente?  
 Cuando una mañana se dirigieron a él para que llevase a cabo con los otros lo que esperaban sin dudar que él haría sonriente, descubrieron con sorpresa que no estaba para nadie. Había desaparecido para siempre. Lo buscaron, lo llamaron, esperaron anhelosos que su mesías sobrevenido acabara por cumplir con sus principios permanentes. Pero, nada, nunca apareció. Se había desvanecido como la esperanza de todos aquella mañana displicente. (Fin)
A finales del siglo XVI el emperador del Sacro imperio Romano Germánico, Rodolfo II, encargaría al pintor veneciano Veronese (1528-1588) un cuadro sobre el amor y sus desdichas. Se inspiraría el pintor en el relato del mítico Hércules, héroe griego siempre enfrentado por sus deseos opuestos y contradictorios. En una ocasión debió elegir entre el vicio y la virtud. Pero, como él era un héroe, el creador lo pinta ahora eligiendo decidido éste la virtud; aunque en el cuadro, el vicio -representado por la mujer de falda roja- acabará rasgándole incluso una de las medias al céntrico personaje, y obligándole a volverse, inseguro casi, de aquello que debiera, finalmente, realizar.
(Óleo Alegoría de la Virtud y el Vicio, 1580, Paolo Veronese, Colección Frick, Nueva York, EEUU; Obra Transformación, 1981, del pintor Francisco Peinado; Cuadro Las tres edades de la mujer, 1908, del pintor Gustav Klimt, Roma, Italia; Óleo La tres edades del hombre, la vejez, la adolescencia y la infancia, 1940, Salvador Dalí.)

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