Es una de las maravillosas consecuencias que el Arte tiene... La de hacernos sentir cosas que no correspondan, exactamente, a lo que la representación objetiva de sus formas reflejen, falazmente, ante los ojos del mundo. La auténtica percepción humana, tan plástica y grandiosa, hará que lo que sintamos al ver una obra sea más lo que brote en nuestro espíritu que lo que nuestros ojos decidan inauténticos. Sólo la poesía y el Arte lo pueden hacer, desesperados... Es una experimentación física imposible lo que ellos hacen, inspirados a veces. Sin embargo, eso mismo es lo que nos hará humanos verdaderamente. Ni la inteligencia racional, ni la capacidad de ideación calculada, ni la evolución desarrollada de estrategias para sobrevivir, lo conseguirán. Lo que nos hace especialmente humanos es la capacidad de sentir aquello que no es, y, sin embargo, acabará siendo... Y es algo muy distinto de lo acontecido. Una forma de representación que sobrepase ahora el horizonte previsible y real. Algo que nunca será posible demostrar desde las expresiones propias de lo corroborable. ¿Qué extraño sobrecogimiento universal sería aquel que llevara al ser humano a ser el único viviente en el mundo que pudiera transformar una experiencia en otra? A hacer que la realidad fuese tan solo una palabra auxiliar de algo que no tendrá nada que ver con la realidad. Cuando vemos ahora la clásica obra del pintor americano (nacido en Inglaterra) Benjamin West, llamada La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, observaremos en ella un gesto expresivo tan humano que llegará a traspasar la estereotipada escena bíblica manida. ¿Quiénes son esos seres que ahora, abrumados, convertirán su deseo en una congoja tan inesperada como irresoluble? ¿No servirán también esos gestos para hacernos ver la grandeza de una especie tan capaz, sin embargo, de poder transformar una desesperación sobrevenida en una maravillosa esperanza? ¿No hay ahí también un prodigio, un extraordinario prodigio para comprender la verdadera razón de los dos géneros distintos? Entrelazados por el destino inapelable del terrible gesto exaltado del ángel, llevarán ellos ahora a descubrir así el profundo sentido misterioso de su efímera existencia. La serpiente instrumental a sus pies vagará aquí sin culpa por el frío escenario de lo incomprensible... ¿Cómo serán los hechos del universo para que nada haya que sea responsable y ajeno al mismo tiempo? ¿Serán esos hechos lo real, serán lo auténtico? ¿Qué sutil cosa podrá ayudarnos a comprenderlo?
El sentido estético representado por el pintor americano de una leyenda tan confusa, hace ahora que la mera realidad de lo causado (la expulsión dramática) se convierta en una ocasión para poder comprender el mundo. Lo auténtico no es lo real, del mismo modo que lo que percibimos no es lo que fue creado expresamente para ello. Hay una autenticidad que no puede corromperse nunca, ni por la transformación, ni por la adecuación, ni por la tradición, ni por la veneración de lo necesario. De lo aparentemente necesario, claro. Es todo esto como un canto universal misterioso... Canto es existencia..., decía el poeta Rilke en sus sonetos a Orfeo, porque cantar es pertenecer a la totalidad de lo que es el mundo. Y ese canto de salvación universal ya no puede ser el premeditado gesto de imponerse y prevalecer... que representaría el ser calculador y realista. Porque ese canto salvífico no es ya una plegaria en el sentido de desear, sino aquella otra que no pide nada ni tratará de transformar nada. No, ahora lo que se obtiene con esa plegaria es como lo que decía aquel antiguo verso romántico de Hölderlin: Y mientras el hombre calla en su tormento, un dios me dio el poder para saber decir cuánto sufro. Y al poder decirlo se liberó, convirtió la realidad en un prodigio, se transformó una circunstancia en una posibilidad muy distinta. Es lo que la obra del pintor West nos ofrece con su sobrio estilo clasicista, algo que no acabaremos de comprender hasta que nuestros ojos hayan dejado de estar encadenados a algún destino falsamente primoroso. Reconocer un mal no es entregarse a él, como abatirse no es expresar sometimiento alguno, sino asumir lo extraordinariamente humano que tiene todo sentido incomprensible. La humanidad de las cosas está en lo desgarradoramente acompasado que dos seres unidos puedan llegar a poseer para aferrarse a la vida. No hay en la imagen pictórica clásica nada que lleve a presentir, para quien lo sepa ver desde su más profundo sentido, algo que tenga algún atisbo de destierro trágico, o de desarraigo improductivo, o de desolación espantosa.
El desesperado filósofo Nietzsche dejaría escrito este lamento... a la vez que el más prodigioso y sugestivo canto de esperanza: Cuando ayer vi la luna me pareció que iba a parir un sol; tan abultada y grávida yacía en el horizonte... Pero me engañaba con ese presunto embarazo; antes creeré que la luna es hombre, no mujer. Aunque a decir verdad ese tímido noctámbulo que se pasea por los tejados de la noche sin tener la conciencia tranquila parece poco hombre... Piadoso y callado, camina sobre alfombras de estrellas, pero no me gusta ese hombre que anda con sigilo y que ni siquiera hace sonar espuelas. Los pasos del hombre honrado hablan por sí solos, mientras que el gato se desliza furtivo por el suelo... "Cuánto me gustaría amar la tierra como la ama la luna y tocar su belleza tan solo con los ojos", se dicen los hombres sin espuelas. No amáis la tierra como creadores, como engendradores, como los que gozan de devenir. ¿Dónde se da la inocencia? ¡Donde hay voluntad de engendrar! Para mí, quien posee una voluntad más pura es aquel que quiere crear por encima de sí mismo. ¿Dónde se da la belleza? ¡Donde yo tengo que querer con toda mi voluntad; donde quiero amar y hundirme en mi ocaso, para que la imagen no quede reducida a pura imagen! ¡Amar y hundirse en su ocaso son dos cosas que van unidas desde toda la eternidad! Voluntad de amor significa estar dispuestos incluso a morir. ¡Esto es lo que tengo que deciros, cobardes! Pero vosotros pretendéis llamar contemplación a vuestra forma bizca y castrada de mirar. Encontráis bello lo que se deja mirar por unos ojos pusilánimes. ¡Cómo prostituís hasta las palabras más nobles! Estáis malditos, hombres inmaculados del conocimiento puro; sí, estáis malditos a no engendrar jamás, por muy hinchados y preñados que aparezcáis en el horizonte. Os llenáis la boca de nobles palabras, ¿y hemos de creer, mentirosos, que hay una gran abundancia en vuestro corazón?... ¡Empezad teniendo fe en vosotros mismos y en vuestros intestinos! Quien no tiene fe en sí mismo siempre miente. Vosotros los puros os tapasteis el rostro con la máscara de un dios. Y, realmente, habéis conseguido engañar, contemplativos... En otro tiempo, hombres del conocimiento puro, creí yo ver jugar en vuestros juegos el alma de un dios. No creí que hubiera un arte superior al vuestro. La distancia no me permitía captar vuestro mal olor a serpientes... Pero me acerqué a vosotros y despuntó el día en mí, como ahora despunta para vosotros. ¡Se acabaron los amores con la luna! ¡Mirad allí cómo se ha quedado la luna atrapada ante los resplandores de la aurora y qué pálida se ha puesto! ¡Sí, ya surge la ardiente aurora solar; ya llega su amor a la tierra! El amor del sol es inocencia y afán de crear. ¡Mirad con qué impaciencia se alza sobre el mar! ¿Es que no sentís ya la sed y el cálido aliento de su amor? Quiere sorber el mar y tragarse su profundidad para llevárselo a las alturas, y el deseo del mar se eleva con mil pechos. Y es que el mar ansía ser sorbido y besado por la sed del sol; quiere convertirse en aire, en altura, en rastro de luz, ¡en luz incluso! En verdad os digo que yo también amo la vida y los mares profundos. Y esto es, para mí, el conocimiento: que todo lo profundo debe ascender hasta mí...
(Óleo del pintor neoclásico Benjamin West, La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, 1791, National Gallery of Art, Washington D.C., EE.UU.)