Prolifera actualmente en las salas un cine fantacientífico de tintes apocalípticos que halla su caldo de cultivo, en cuanto a impulso del público a su consumo, en el estado de ánimo mortecino en que la crisis económica tiene sumida a la civilización occidental. Pero al mundo de la imagen de ficción nunca le han faltado argumentos del mundo real con que nutrir impulsos de ese tipo: desde la guerra fría, a mediados del pasado siglo, hasta el atentado contra las Torres Gemelas, siempre ha habido miedos básicos a los que apelar para practicar después la ceremonia de su exorcismo en la gran pantalla.
Es en ese contexto en el que cabe situar una cinta como 'La víctima número 10', film de 1965 que basa su trama en una fantasía futurista, situada en un momento indefinido, y que nos retrata un mundo en el que ha adquirido especial relevancia una suerte de juego o deporte consistente en cacerías humanas de ámbito universal, cuyos practicantes son emparejados por un macro ordenador situado en Ginebra. Un ordenador que se encargará de que Caroline Meredith (Ursula Andress) haya de desplazarse desde Estados Unidos hasta Roma para dar captura y muerte a Marcello Polletti (Marcello Mastroianni). No hace falta estar dotado de una mente especialmente calenturienta para adivinar que lo que estaba destinado a ser asunto de Tánatos terminará en el negociado de Eros.
Y es que más allá de su impacto visual y narrativo (lastrado por unos modos tan tremendamente apegados a la estética de su tiempo que nos permiten recurrir sin rubor alguno al tópico del mal envejecimiento), 'La víctima número 10' apuesta, como baza principal, por el atractivo de su pareja protagonista, a la sazón en su máximo esplendor físico, del que, en teoría, debía desprenderse un voltaje erótico que está lejos de alcanzarse, tanto por la falta de química entre ambos como por las limitaciones interpretativas de una Ursula Andress mucho más generosa en la exhibición de sus curvilíneos y vertiginosos atractivos que en la de sus supuestos talentos. Eso sí, Mastroianni con sus sempiternas gafas negras, queda muy llamativo de rubio...
Lo estrambótico de las situaciones, la audacia de la planificación (con un alarde de angulaciones constante, muy a tono con la 'modernidad' de la propuesta) o el recreo continuo en las bellezas paisajísticas de una Roma convertida en 'marco incomparable' de la acción no dotan de suficiente interés a este colorido experimento de Elio Petri, al que le falta agilidad en el relato y le sobra afán de trascendencia, sin que su combinación de acción retrofuturista y drama tórrido-romántico llegue a cuajar en algo sólido.