La anécdota es bien conocida: Romain Gary ganó su segundo premio Goncourt (algo que nunca había sucedido, puesto que estaba prohibido ganarlo dos veces) inventándose a Émile Ajar, que la crítica identificó como un escritor joven y con un estilo novedoso, sin sospechar que detrás de él estaba el anticuado Gary.
La vida ante sí cuenta, en primera persona, la historia de Momo, uno de esos seres a los que la vida pone a prueba desde el mismo instante de su nacimiento. Dejado por sus padres al cuidado de doña Rosa, una dama que se dedica a acoger a hijos de prostitutas (hijos de puta, como los llama Momo), a cambio de una tarifa mensual. Así pues, el protagonista se cria en un ambiente sórdido, pero en el que no faltan personajes entrañables (y extravagantes) que se ayudan entre sí como buenos vecinos.
Lo mejor de esta novela, que a mi entender es un poco reiterativa en algunos pasajes, es el descubrimiento por parte del lector de la visión del mundo de un ser inocente como Momo, que no ha conocido el calor de una familia más allá del amor que le profesa doña Rosa. El discurso de Momo es tan ingenuo como lúcido, puesto que su perspectiva no está limitada por convenciones sociales y resulta brutalmente sincera. El muchacho es un ser que vive al día. No espera demasiado del futuro, puesto que ni siquiera es capaz de verse a sí mismo como un adulto. Solo le interesa el presente y respecto al pasado, a veces se pregunta sobre sus orígenes, aunque desconoce si tiene derecho a saber algo acerca de sí mismo. A pesar de todo, el protagonista de La vida ante sí, es un enamorado de la existencia:
"Y es que a mí la felicidad no me tira. Yo sigo prefiriendo la vida."