A mediados del siglo XV, un herrero alemán estaba convencido que podía hacer varias copias de la Biblia en menos de la mitad del tiempo que tardaba el más veloz de los copistas de la época en copiar una sola de ellas. En esos tiempos, los libros eran objetos que estaban al alcance sólo de los reyes, de la nobleza y del clero. Los propios monjes copiaban, en forma manuscrita, los libros de rezos que serían utilizados para el culto religioso.
Era conocida la xilografía, la impresión usando una plancha de madera con los caracteres tallados en su faz, pero era un método que servía para muy pocas impresiones, porque los tipos tendían a deformarse con el uso. Lo que este herrero alemán modificó, fue trabajar con tipos móviles de madera, recubiertos de hierro, insertados manualmente en un bastidor de un diseño propio muy ingenioso.
Asociado con el prestamista Johannes Fust, Johannes Gutenberg, el herrero en cuestión, logró su cometido, tras varios intentos y contratiempos. Fust se quedó con el negocio; Gutenberg, con la ruina económica.
Pero a Gutenberg la historia le tenía reservado algo más: la gloria. Su nombre está tallado en grandes letras de molde en las páginas de la historia mundial. Porque su invento, la imprenta de tipos móviles, redujo ostensiblemente el costo de fabricar un libro. Poco menos de 10 millones de libros manuscritos se producían en el siglo XV; un siglo después, la cifra de libros impresos con el método de Gutenberg superaba los 100 millones.
El impacto que significó este hecho, no puede ser suficientemente enfatizado. Los libros difundieron el conocimiento, dieron más medios a la población, propagaron los aires de libertad y, eventualmente, modificaron el mundo y el modo en que pensamos.
Conocido ese resultado, hagamos un experimento intelectual. Supongamos, por un momento, que tras el logro de Gutenberg, una cámara empresarial de escribas hubiera logra sacar una resolución del monarca de turno que establecería el precio del libro impreso al mismo valor que el libro manuscrito. Aunque el costo de su fabricación hubiera caído sensiblemente, el precio de venta sería el mismo. Todo sería ganancia para Gutenberg, o para los dueños de las imprentas, o para los autores. Hagamos el esfuerzo, además, de suponer que esta norma lograra imponerse en la población y que la humanidad tuviera que pagar esos precios si quisiera esos libros y no tuviera otra opción más que esa. Preguntémonos ahora: ¿hubieran revolucionado la historia como lo hicieron entonces?
La Revolución Digital significa para la industria de la cultura, lo que representó Gutenberg para la manufactura de libros. Si antes, usted necesitaba un disco de vinilo para registrar el sonido de una canción, un sobre de papel y otro de cartón para guardarlo, hoy, puede prescindir de eso. Un archivo de unos pocos megas que se copia en cualquier soporte digital. La desmaterialización del hecho musical supone una drástica reducción de su costo. Más aún, porque ahora tiene los medios técnicos para elegir la canción que quiera escuchar. Puede pagar por una canción sin llevarse otras 19 que vienen de arriba y que, generalmente, nadie recuerda.
Sin embargo, la industria discográfica está convencida que el público tiene que pagar un dólar por canción. Sin trasladar la baja de costos al precio.
Con el cine y la televisión pasa otro tanto. Ahora usted no tiene que estar sentado a cierta hora, impuesta por un tercero, que le proporcionará una pantalla para ver el producto. Usted pone su propia pantalla (un home theatre, un LCD, la pantalla de su notebook o el celular) y ve el producto cuando y como quiera. Si la obra artística está en la nube, usted lo puede bajar cuando quiera. Los costos de consumir una película cayeron drásticamente. No puede pagar lo mismo que venía pagando.
Hasta ahora, las industrias culturales montaban una gigantesca estructura para la distribución de sus productos. La estructura implicaba costos importantes y limitaba la entrada de lo que podía difundirse por esta vía. Si usted tiene un grupo de rock con pocos pero fieles seguidores, es poco probable que logre que una discográfica le edite un CD y lo promocione. Terminará escondido en el fondo de una batea, con otras ofertas incomibles. Pero ahora, usted puede subir sus productos a la red y contactarse, cara a cara, con sus clientes, su público. Si usted sube las canciones y un pibe, del otro lado del planeta, lo baja a su MP3, su público potencial se ha expandido al mundo todo. Hay espacio para lo marginal, lo no masivo, lo distinto, lo étnico.
Como la masa de potenciales consumidores de sus obras aumentó, usted no tiene que cobrar lo mismo que antes. ¿Cuánto gana si vende 100 CDs a $20? ¿Cuánto si permite que descarguen 10 mil usuarios un tema suyo por $1? La nueva variable es el público a escala global. Y si sus costos bajaron, usted tiene que bajar el precio del producto, porque le atraerá mayores ventas.
Es la lógica del mercado pura. Y esa es una oportunidad histórica para los que producen cultura. Por primera vez en la historia, el techo es el mundo.
Esta revolución se basa en que la información se volvió barata. Es fácil publicar, es de bajo costo duplicar y guardar información, sea un estudio científico, una nota periodística, un tema musical o una película. Todo se reduce a ceros y unos digitales.
La clave es la interconexión de los usuarios, el libre intercambio de información entre los consumidores digitales que permite transformar en un boom, hechos, personajes, entidades que no tienen más recursos que el boca a boca. Fenómenos como el Tano Passman es un buen ejemplo de lo que hablamos.
Los intentos de aprobar legislaciones que, en nombre de los derechos de la propiedad intelectual, interfieran con el intercambio de información y con la drástica baja de costos de los productos culturales, son manotones de ahogados para mantener el statu quo presente. Los despliegues mediáticos judiciales con operativos policíacos que amenazan igualar la pena de un proveedor de un servidor público con el castigo de un asesino, tienen el fin de amedrentar, pero no de resolver el problema. Y el problema es uno solo: cómo hacer para que aquellos que producen un producto cultural reciban una retribución por su trabajo.
Quienes bajan películas o música por Internet, con calidades diferentes, subtitulados malos, tardando horas en la descarga, ¿no pagarían una cantidad mínima por tener una descarga de buena calidad que le lleve poco tiempo de descarga o, aún más, verla en línea? El secreto es el precio: si el pago es bajo, lo que se gana es con la escala, el potencial público mundial. Ahí está la diferencia. Si usted quiere que su potencial cliente pague lo mismo que una entrada al cine, no va a funcionar. Y no funciona porque el tipo pone la pantalla, el asiento y los pochoclos. No puede pedirle seguir pagando lo mismo.
(Hace un tiempo, Néstor Tirri en una nota en “La Nación”, comentando el tema de la piratería, aclaró el punto con un ejemplo: nadie piratea un diario del día. Porque el precio de compra es más bajo que el costo de fotocopiarlo).
Para aquellos que producimos productos culturales por gusto, vemos en las posibilidades que da la revolución digital, un amplio campo de oportunidades. Lo que hemos escrito en este blog no hubiera sido posible publicarlo de no ser por ella. Nada de lo escrito en estas páginas hubiera visto la luz sin Internet. Hubiera estado guardado en un cajón. Porque en todos estos años, y son muchos, muy pocos (por no decir nadie) nos dieron una oportunidad y, mucho menos, nos pagaron por ello.
Tampoco es casualidad que, tras la primavera árabe y el movimiento Ocupa las Calles que se sostuvo con las redes sociales, surjan los planes de control de Internet, Twitter y Facebook. Queda claro que al poder le pone los pelos de punta la libertad de Internet. Y no sólo altera a regímenes con claras violaciones de los derechos humanos, como Cuba o China, sino los más “respetuosos” de la ley, como los países occidentales. En nombre de los derechos de propiedad intelectual, se deslizan medidas que permitan disuadir las protestas y la acción social.
Pese a todo, hay vida más allá de Megaupload. Porque si algo enseña la historia es que hay cambios que son irremediables y a los cuales sólo cabe adaptarse. Querer detenerlos es tapar el sol con las manos.
Nos quedamos con una idea de Naomi Klein, la de las vallas y ventanas. El poder intenta levantar vallas para separar a la gente, para poder dominarla. Y los ciudadanos, constantemente, buscan huecos, irregularidades en la cerca, para ampliar los agujeros y poder pasar más allá. Ese juego es continuo y las vallas, por más altas que se levanten, tienen todas las de perder.