Es un día cualquiera en un supermercado cualquiera. Estoy esperando a que me atiendan en la carnicería, mientras detrás de mí una familia también espera su turno. El niño tendrá unos 7 u 8 años, y anda correteando de un lado a otro de los pasillos. En un momento dado, trae en las manos dos paquetes de galletas de marcas, formas y sabores distintos. Se acerca a su padre con una expresión interrogativa en la carita que ya vaticina el tipo de petición que va a realizar. -Papá, quiero estas galletas. Se entiende que se está refiriendo a ambos paquetes, claro. El padre niega con la cabeza y se precipita a responder: -Las dos, no. Tienes que elegir una u otra.
Ay madre, pensé para mí. Ahora es cuando se produce el berrinche del siglo. Pero, para mi sorpresa (y me da que para la del padre, también), el niño se toma la respuesta con total naturalidad. Hace un ligero intento de lucha, diciendo que le gustan las dos por igual, pero ante la leve negativa de cabeza de su progenitor, adopta una inmediata actitud de aceptación. -Mmmm, pues pito, pito, gorgorito… Empieza esa conocida retahíla infantil que yo también usaba para que la suerte decidiera por mí. Cuando acaba, automáticamente grita “¡éstas!”, y se dirige de inmediato a devolver a la estantería el paquete perdedor. Y ya está. No hubo dudas, ni miedos, ni reflexiones sobre qué podría perder al elegir unas y no las otras. El niño siguió como si tal cosa, confiando en que el azar aleatorio de la canción había elegido correctamente.
Curiosamente, me invadió una especie de envidia por la reacción digna de ejemplo. Fue práctico ante una disyuntiva, hizo uso de un método objetivo, fácil y rápido, y aceptó sin miramientos el resultado. Ojalá volver a aquellos tiempos en los que todo era tan fácil como cantar el Pito, pito, gorgorito. Digo que sentí envidia precisamente por la simpleza del asunto. Bien sabemos los adultos que nuestras decisiones no se pueden tomar a la ligera, porque no se trata de escoger entre las de chispas de chocolate o las que tienen forma de dinosaurio. No puedes decidir entre dejar tu trabajo por otro, casarte o no, meterte a una hipoteca o reformar la casa echándolo a suertes. Antes tienes que sopesar las posibilidades, los riesgos, hacer una lista de pros y contras, etc. Pero lo peor de todo es tener que lidiar con la duda. Las disyuntivas se producen cuando sabes que tu elección, sea cual sea, te hará perder una cosa y ganar otra. Qué perder y qué ganar, qué conviene más. Pues bien, a veces uno desearía que la vida viniese en paquetes de galletas. Y uno desearía también poder tener la libertad de un niño para tomar una decisión de esa manera tan sencilla y eficaz, sin complicaciones.
¿Acepto la nueva oferta de trabajo o no? ¿Me mudo o me quedo en donde estoy? ¿Mando todo a la mierda y me arriesgo o me quedo con la estabilidad y la seguridad que tengo ahora? Mmmm, pues pito, pito, gorgorito…