Revista Arte
La Vida, su verdugo y su inocencia; siempre escondida entre el depredador y la presa.
Por ArtepoesiaCuando con motivo de la Exposición Iberoamericana de Sevilla, en el año 1929, se dedicaron pabellones a los países hermanos de América para dar a conocer sus costumbres, su arte y su cultura, hubo un grupo de personas que entonces crearon la Sociedad Quinta de Goya. Eran un grupo de amigos del Arte del genial pintor aragonés. Organizaron, en uno de los pabellones de la Exposición, la reproducción a una escala bastante menor de una de las habitaciones -la famosa estancia- que Francisco de Goya (1746-1828) tuvo en su finca La Quinta del Sordo, y que adquirió en las afueras de Madrid en 1819. En esa estancia el genial creador español pintó directamente en la pared unos extraños, duros, oscuros, aberrantes y crueles dibujos a los que se les llegó a llamar Pinturas Negras. Una de ellas fue la que se acabó denominando Saturno devorando a un hijo.
Las interpretaciones de esta obra de Goya van desde la melancolía hasta la depravación, del miedo violento -el peor de los miedos-, a la pérdida del poder. Es como una antropofagia en su metáfora más realista y atroz, la que tiene como representación a lo cercano, al hijo, al hermano, al amigo, al compañero, es la traición criminal más aberrante. En 1873 un barón belga compró la finca y con ésta las pinturas de sus paredes. Éste quiso hacer algo curioso y plausible: trasladar a un lienzo esas pinturas. Para ello contó con la magnífica e imprescindible colaboración del pintor Salvador Martínez Cubell (1845-1914), el cual pasó las Pinturas Negras de Goya, pintadas en la pared, a los lienzos que hoy podemos admirar en el Museo del Prado. El interés del barón Erlanger no era tanto artístico como comercial, sin embargo al no conseguir en aquellos años que estas despiadadas imágenes fuesen compradas por nadie las donó al museo del Prado en 1881.
Pero la crueldad de los depredadores ha sido, en el Arte, reflejada sutilmente gracias a eso que tiene el Arte de expresarlo todo con un espíritu devocional y providencial. En 1600 el magnífico pintor del barroco Caravaggio pintó, para la iglesia de San Luis de los franceses en Roma, un lienzo que muestra no sólo el martirio o muerte del apóstol Mateo, sino toda una descripción de la maldad depredadora que el ser humano puede llegar a ser capaz de tener. Y no sólo como sujeto activo sino también -quizá lo peor- como sujeto pasivo. Para derribarlo y asesinarlo uno solo bastó, sin embargo hay más de diez personajes en el cuadro mirando como San Mateo, indefenso, padece la brutal y despiadada agresión. Algunos huyen ante el horror, otros simplemente observan como en un espectáculo. Pero, la fuerza de la maldad se aprecia además en la figura del verdugo que, decidido, le impide incluso tomar una palma que un ángel le tiende a la víctima, símbolo aquélla de la alta consagración de la muerte del mártir. Es no sólo la depredación física, sino hasta la espiritual del inocente, de la presa.
¿Es la inocencia una cualidad que todos llegamos a poseer alguna vez en nuestra vida? Se sitúa ésta representativamente en la infancia, pero no creo que tenga necesariamente mucho que ver con ella, al menos la inocencia como actitud vital, no ésta como un reflejo de la inconsciencia y la falta de desarrollo, propio de la niñez. Además, ¿es la inocencia un síntoma de irreflexión o de escasa racionalidad, listeza o avispamiento? Para que exista un depredador debe existir una presa, pero, ¿ésta tiene un sentido?, ¿deja de ser una entidad completa por el hecho de serlo? ¿Cómo sabemos hasta dónde la inteligencia deja de brillar para que aparezca la inocencia en su horizonte? ¿O son incompatibles? También puede ser que no todas las víctimas sean inocentes, ¿o sí? Para eso habría que entender qué queremos decir con víctima. Si es todo ser que puede sufrir daño, ¿cuántas víctimas hay en realidad? Y, para que haya daño, alguien tiene que afligirlo, ¿cuántos depredadores, sin a veces saberlo del todo, deben por tanto, también, existir?
Puede que después de recibir el daño, si no se perece en ello, consigamos perder la actitud que nos llevó a ser víctimas. Entonces, perdemos la inocencia. ¿La perdemos realmente? La inocencia debe ser, entonces, como la memoria, que creemos perder porque nos desaparece el recuerdo, confuso y alterado por el tiempo y el rechazo, aunque el cerebro siga manteniendo, latente, su impronta para siempre. Posiblemente, como en los entresijos íntimos de nuestra memoria, la inocencia continúe, tímida y dormida, en los seres en donde siempre estuvo, en los seres en donde es imposible otra actitud que la deseada, envidiable, sempiterna y maravillosa inocencia.
(Cuadro de tinta sobre papel de la pintora española Jacinta Gil Roncalés, 1917, Depredador, 1998; Óleo sobre revoco trasladado a lienzo del pintor Goya, Saturno devorando a su hijo, 1823, Museo del Prado; Diorama de la estancia de Goya en La Quinta del Sordo, reproducción de la Univesidad de Sevilla, 1929; Cuadro de Caravaggio, El martirio de San Mateo, 1600; Dos óleos del pintor francés Pierre-Paul Prud'hon, 1758-1823, La inocencia eligiendo al amor por encima de la riquezas, 1804, Hermitage, y el cuadro El amor seduciendo a la inocencia, 1809, Metropolitan de Nueva York; Óleo de Paul Gauguin, La pérdida de la inocencia, 1891, Norfolk, USA; Cuadro del artista italiano Eugene von Blaasb, 1843-1931, La Inocencia, donde se observa la clara, inevitable y auténtica actitud inocente.)
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