Revista Arte

La virtud sólo como representación, no como realidad ni sentido fuera del Arte.

Por Artepoesia
La virtud sólo como representación, no como realidad ni sentido fuera del Arte. La virtud sólo como representación, no como realidad ni sentido fuera del Arte. La virtud sólo como representación, no como realidad ni sentido fuera del Arte.
En muy pocas Venus retratadas en el Arte aparecerán dos cupidos junto a la hermosa diosa griega del Amor. El pintor del barroco tardío veneciano -finales del XVII y principios del siglo XVIII-, Sebastiano Ricci (1659-1734), lo realiza sin embargo en su maravillosa obra Venus y dos cupidos. Pero, también, este pintor representará a otra mujer yacente, pero esta vez como símbolo del Arte. Y realizará la obra situando a dos (o tres) pequeños diablillos o sátiros frente al símbolo alado -metáfora de sabiduría, inmortalidad, belleza y misterio- que consagrará al Arte como una figura sobrenatural, divina y trascendente.
La escuela veneciana tendría una especial sensibilidad a las formas de los colores; sí, a parecer como si éstos en vez de ser tan sólo un complemento del dibujo, fuesen realmente el dibujo en sí. Y los colores debían ser colores contrastados: los rojos, fuertes e indecorosos; los azules, remarcadamente oscuros no celestes, cuando así debían ser para señalar mejor la figura humana, o los lugares o cosas que debían ser reflejados especialmente en la obra. Y todos los pintores venecianos, más o menos, fueron fieles a esta devoción.
Sebastiano Ricci, como todos los grandes creadores de Arte, no han sido siempre una muestra de virtudes humanas en sus vidas. En su juventud fue acusado este pintor de haber intentado envenenar a una joven que  habría dejado embarazada. ¡Qué tamaña barbaridad!, especialmente para un espíritu que se supone sensible. Otra muestra más de que la capacidad sensible para crear no tiene nada que ver con la sensible capacidad hacia los demás. Tal vez por eso el pintor, en su madurez, se decidió por componer una Alegoría del Arte, donde ahora unos diablillos o sátiros -pequeñas criaturas molestas y grotescas-, que aparecen en la obra junto a la imagen principal, tratarán de atraer desaforadamente las atenciones de esta hermosa y deseada figura que representará al Arte, pero la cual rechazará, decidida, cualquier maldad frente a los símbolos de los elementos que señalarán las eximias y virtuosas artes humanas.
Otra de sus obras más geniales es la celebración de la reconciliación que a comienzos del siglo XVI consiguiera el papa Paulo III de dos monarcas, europeos y católicos, que no dejarían de guerrear entre ellos: Carlos I de EspañaFrancisco I de Francia. La historia contará las tribulaciones que el emperador Carlos V pasó frente a las ambiciones sin escrúpulos del rey francés. Este rey no dudó en aliarse con los turcos otomanos, a riesgo de poner la Europa cristiana en peligro, con tal de conseguir así sus propósitos expansionistas frente al emperador. En unos años, muy pocos, consiguió el papa que dejasen de pelear, y el pintor Ricci lo recuerda siglos después con esta magnífica obra.
Pero, aquí, en esta obra, a cambio de las dos anteriores, lo importante para el Arte no es la historia que cuenta el pintor, sino la extraordinaria composición que ideó el artista para representar tal acontecimiento. Es originalísima la obra. Vemos ahora la figura de un hombre más joven -Carlos V- a la izquierda del lienzo. Frente a ésta se muestra la otra figura real, creando así una dialéctica artística genial: dos personajes iguales que, además, no pueden erigirse uno más allá que el otro. Y, aunque lo parezca un poco -parece estar más elevado que el otro-, el primero situará la mano izquierda en su corazón en un gesto de honesta y sincera concordia. Ambos sólo mostrarán una de las dos piernas, otro alarde de equilibrio e igualdad del creador; y no haría demasiada falta expresar todo esto en la época del pintor, casi doscientos años después de aquellos hechos, pero el autor quiere dejar este sentido de equilibrio muy claro en su obra.
El triángulo que forman las tres figuras está perfectamente compuesto y delimitado en el cuadro. Porque la geometría tiene aquí toda su armoniosa razón de ser. Los colores venecianos son más solemnes y menos destacados aquí, pero se verán matizados también por la virtuosa forma que Ricci tiene de ponerlos en un cielo o en las vestiduras reales de sus personajes. Así que, ¿qué argumentar de la virtud que no se tiene en realidad en ninguna de las vidas de los hombres? Porque el mismo papa Paulo III defraudaría las sinceras demandas de Carlos V de que adelantase un Concilio que arreglase el cisma que Lutero precipitara en la Iglesia; porque el propio Carlos utilizaría su poder para llevar sus intereses personales por encima de los de sus subditos; porque el rey francés no cumpliría nunca su palabra de real caballero. Porque el propio pintor cometería un desalmado intento de asesinato. ¿Para qué, entonces, vanagloriar con tal Arte una virtud inexistente? Para esto, precisamente, para honrar con lo único que puede resarcirnos de la miseria de nuestra propia vida: el propio Arte, lo único que no decepciona, ni violenta, ni atesora, ni maldice.
(Obras todas del pintor veneciano Sebastiano Ricci: Venus y dos cupidos, ignoro la fecha y el lugar; Alegoría del Arte, 1694, Italia; El papa Paulo III reconcilia a Carlos V y Francisco I, 1688, Palacio Farnese, Piacenza, Italia.)

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