Este post es una suerte de advertencia: Señor, señora, señorita. Si va usted por la calle, sosteniendo una conversación a una distancia no tan prudencial de mis oídos, sepa usted que lo estoy escuchando, y no sólo eso, que estoy tomando nota y que podría usted, o alguna de las personas que aparecen en su anécdota, verse retratadas en algún no tan próximo libro que lleve mi firma.
Es eso. A mí me enseñaron que escuchar las conversaciones ajenas era de mala educación, pero así está la cosa. Uno va por ahí, como decía Neruda, bebiéndose la vida, con los ojos bien abiertos para darse cuenta cuando una historia lo tropiece de frente, o más bien, pase arrollándolo, como un ferrocarril. Como dijo José Urriola en este texto, los escritores se parecen “a esos indigentes que andan por la vida con un carrito de mercado lleno de objetos inútiles: de ventiladores sin aspas, de planchas que no tienen cables, de medias con huecos en los talones y en los dedos, de cajitas de música que perdieron a la bailarina, o acaso de bailarinas solitarias que perdieron la caja de música. ¿Y para qué les sirve eso? Para nada. Pero servirán. Algún día, para algo.”
Las dos personas con las que intercambio más palabras en este mundo son mi madre y mi pareja. Gracias al cielo, ambos escriben, así que no se sorprenden ni me miran raro cuando, a mitad de una conversación de la vida real, los interrumpo con algo como: ¡Qué personaje tan bueno! ¿No lo vas a escribir? ¿Puedo escribirlo yo? Del mismo modo, si en mitad de una conversación con alguno de ustedes, me oyen decir eso está buenísimo para un cuento, siéntanse con derecho a mirarme raro. Pero sepan que de todos modos lo voy a escribir.
Sépanlo, señores, y no se extrañen; y si quieren que sus historias permanezcan en el ámbito privado, por favor, no las cuenten en el metro con voz audible: allí es a donde voy para abastecerme de material crudo.
Y para trasladarme al trabajo, claro.