La situación era esta: por accidente, Sauce se había quedado tras de mí en una de las estaciones de metro, mientas que yo seguía camino hacia la de Causeway Bay. Estábamos telefónicamente incomunicados. No sabíamos cuál iba a ser el próximo paso que diera el otro, aunque ambos sabíamos lo que esperábamos que el otro hiciera. (Has de saber que existe toda una rama de la teoría del juego, con abundantes ensayos e investigación matemática, estadística y psicológica, para tratar este tipo de problema, llamado El dilema del prisionero.) Además, ella no llevaba ningún dinero, y yo no estaba totalmente seguro de que supiera exactamente cuál era la estación a la que íbamos. De momento, yo había decidido continuar y esperarla en Causeway Bay.
Pero, al llegar, me lo pensé mejor y estimé más aconsejable irme directamente al hostal; y es que, si bien Sauce podía tener dudas entre Causeway Bay o la estación anterior, en cualquiera que se bajase no podía dejar de encontrarlo, ya que nos habíamos alojado allí varios días en otra ocasión. Sea como fuere, empezaba a desesperarme el no entender cómo es que no podía contactar con ella. Todo el metro de Hong Kong tiene buena cobertura mívil, Sauce llevaba dos teléfonos (el mío y el suyo), ambos con tarjetas chinas, y yo la había visto hacer varias llamadas aquella misma mañana desde el aeropuerto, por lo cual me constaba –o así creía yo– que funcionaban; pero cuando intentaba llamarla no lo conseguía. No podía ser que hubiese apagado ambos móviles. ¿Qué ocurría?
Después supe que no era del todo culpa suya: resula que las SIM chinas no funcionan por defecto en Hong Kong a no ser que tengan previamente activado el roaming; lo cual, por cierto, es extrañísimo si recordamos que Hong Kong es parte de China, y si tenemos en cuenta que roaming es un término que implica dos países. ¿O es que acaso es roaming llamar desde Madrid a Barcelona? (Bueno, eso puede que pronto lo sea.)
No podía evitar estar preocupado, pero, como cualquiera te dirá que preocuparse no ayuda a solucionar problemas, decidí tomarme las cosas con calma y estudiarlas sin prisas. De modo que fui al hostal, pagué una cama, me acomodé, me di una ducha, preparé un té y me conecté a internet para echar mano de todos los recursos que pudiese. Intenté otros modos de contactar con Sauce: por Skype, email, Whatsapp… pero nada; era como si se la hubiese tragado la tierra. ¿Pero qué estaría haciendo ella, de todas formas? Habían pasado ya cerca de dos horas desde que nos perdimos en el metro y no era posible que estuviera aún esperándome en el mismo lugar. Cierto: no llevaba ni un duro encima, pero tenía un billete válido hasta Causeway Bay. No había muchas optciones entre las que elegir, ¿no?
Salí a la calle y me di una vuelta por todas las salidas de Causeway Bay, pero tampoco la vi. Por último, pensé: Pablo, Sauce no es una occidental; es china. Y en China -igual que en Cuba- a la gente no se le enseña a pensar del mismo modo que a los occidentales; de hecho, no se les enseña a pensar demasiado. Tener ideas propias no es algo que se fomente en los programas de estudio de los regímenes comunistas. Sobre todo entre los universitarios: estos son los más seriamente lobotomizados. Por consiguiente, y aunque parezca improbable y absurdo, quizá ella esté aún esperando donde nos separamos. Decidí volver a la estación donde la había perdido, tras dejar un mensaje para ella en la recepción del hostal, por si acaso.
Durante todo ese rato no había dejado de intentar llamarla cada diez o quince minutos, sin éxito; pero justo antes de bajar al metro escuché por fin el dulce tono de llamada y, enseguida, su voz al otro lado: wei? Sentí un gran alivio, y le pregunté que dónde estaba. Me dijo que de camino de regreso a Shenzhen, y a continuación empezó a protestar y quejarse porque había estado horas esperándome en la estación de metro, preguntádoles por mí a los empleados (¿?), y a decir que yo la había abandonado y… Colgué el teléfono. No estaba de humor para reproches.
No obstante, no debería haberme enfadado con ella, porque, como ya he dicho, después supe que las SIM chinas no funcionan por defecto en Hong Kong. Traté de ser razonable. Estas putadas ocurren, y ya está. Dejar que mi malhumor me dominase no me llevaría a ninguna parte, así que cambié el chip mental y me puse manos a la obra con el principal problema: ¿cómo iba a entrar a China y consumar mis vacaciones? Difícil asunto. Pedirle a Sauce que vienera a Hong Kong quedaba descartado: estos explotadores chinos son despiadados, y Sauce trabajaba para una pequeña empresa durante diez horas al día, seis días a la semana, sin vacaciones, sin poder ausentarse por enfermedad, sin seguridad social, sin nada. Así que tenía que arreglármelas para ir yo a Shenzhen.
Buscando en Yahoo (porque le tengo declara la guerra a Google) leí en algunas webs de viajes que había dos posibilidades, si bien la información estaba un poco desfasada, como de dos años atrás: la primera era solicitar otro visado en la delegación en Hong Kong del Ministerio Chino de Asuntos Exteriores (lo que es muy curioso, porque normalmente un país no tiene delegaciones consulares propias en su propio territorio; al menos que Hong Kong no sea China; pero no les digas eso a los chinos), que lo pueden expedir hasta en veinticuatro horas si llevas todos los papeles en regla, pagas la tasa de servicio express y tienes suerte. La segunda era ir hasta la frontera y solicitar allí un visado Shenzhen, que es un tipo especial de visado, expedido in situ sólo en tres de los varios puntos fronterizos entre China y Hong Kong, y que sólo autoriza para visitar Shenzhen (que es una “zona administrativa especial) durante un máximo de cinco días.
Como mi vuelo de regreso no era hasta hasta veinte días más tarde, la segunda posibilidad no tenía mucho sentido: si bien el visado Shenzhen es más barato, tendría que entrar y salir de China al menos tres veces, cruzando seis veces la abarrotada frontera, lo que implicaba un irreversible desperdicio de tiempo vacacional y desgaste neuronal. He de confesar que varias veces se me pasó por las mientes, también, la idea de adelantar mi vuelo de regreso y, sin más, volverme a España; pero lo descarté.
La decisión resultó, pues, bastante obvia: intentaría sacarme un nuevo visado de turista al día siguiente. Tendría que descargar e imprimir argunos documentos, rellenar algunos formularios, encontrar algunos edificios, hacer algunas colas y pagar algunos dineros; pero si era capaz de tenerlo todo listo por la mañana, podría recoger el visado veinticuatro horas más tarde y marcharme directamente a Shenzhen.
Era miércoles por la noche, un día que había resultado agotadoramente largo, jet lag incluido, tras diecisiete horas de viaje en avión sin apenas dormir porque junto a mi asiento estaba el típico grupito de cuatro tarugos rusos bebiendo cerveza y contando chistes toda la noche. Además al día siguiente tenía que madrugar. Me fui al dormitorio y me metí en la cama temprano.
A las 6 a.m. del jueves ya estaba en pie y manos a la obra. La oficina para los visados abría a las 9 a.m. y estaba a sólo un paseo desde el hostal, de modo que tenía tiempo suficiente para prepararlo todo. Sin embargo, en dos páginas web distintas con enlaces a los impressos, no coincidían ni éstos ni el listado de documentos a acompañar, por lo que me llevó un buen rato y bastantes consultas más el decidir cuáles necesitaba. Los bajé al portátil, los pasé a un pendrive y le pregunté al encargado del hostal dónde podía imprimirlos. Me dijo un lugar cercano, un cibercafé en el piso 11 de cierto edificio; pero al presentarme allí estaba aún cerrado: no abrían hasta las 9:30. ¡Mierda! Estas putadas ocurren con mucha mayor frecuencia de lo que deberían. Volví al hostal y el encargado se apiadó de mí; me dijo que bueno, te imprimiremos los papeles aquíe, pero espérate a que venga la recepcionista, que tarda diez minutos.
Los diez minutos se convirtieron en media hora. Eran ya las ocho cuando la recepcionista se puso conmigo, pero al hacer clic en “imprimir”, la impresora se quejó: “NO HAY TINTA”. ¡Vaya pérdida de tiempo! Me dio la dirección de otro cibercafé: Lockhart Road 95-100. En el mapa me pareció que estaba muy cerca, pero era una calle muy larga y pillaba en el otro extremo, así que tardé media hora en llegar, y otro cuarto de hora en encontrar el edificio, porque los impares estaban a un lado y los pares a otro, de modo que no podía haber ningún bloque que fuese el 95-100. Estaba el 94-100 en una acera y el 93-101 en la otra. Y por ninguna parte aparecía anuncio alguno de café internet. Pregunté en un bar donde un expatriado británico iba por su tercera pinta de la mañana, pero la camarera no tenía ni idea de tal cibercafé, mientras que el británico me aconsejaba que fuese a la Biblioteca Nacional, sólo a unos quince minutillos en taxi, donde podía entrar y usar las impresoras si mostraba algún documento de identidad. Se lo agradecí con efusión. ¡Peasso de consejo, tío!
Para entonces eran ya las 9 a.m., la oficina del Ministro Chino de AA. EE. estaría ya abierta y la gente estaría agolpándose en la cola (según las webs que había leído, solía llenarse). Empecé a sudar. Pregunté a alguien más por el cibercafé y me dijo que sí, había existido, pero había cerrado y en su lugar habían abierto un puticlub. Me pareció perfecto. Una prostituta seguramente no me vendría nada mal. Pero tenía que imprimir esos papeles, así que decidir regresar al primer cibercafé, el del piso 11º junto al hostal. Cuando llegué ya estaba abierto; salvo que no era un cibercafé sino una contaduría. ¿Qué demonios..? Cuando cogía el ascensor para bajar y buscar un lugar oscuro y escondido donde cortarme las venas lejos de miradas indiscretas, vi por el rabillo del ojo un letrerito junto al botón del piso 9º que ponía: E-CAFE. ¡Bingo! Era un lugar limpio, con aire acondicionado, ordenadores nuevecitos, abierto 24 horas (lo que significaba que podía haber terminado hace dos horas si me hubieran encaminado bien), y cuyo encargado era un tipo de lo más amable que me cobró precio de blanco y negro por impresiones que hice a color. ¡Por fin alguien majete!
Cuando al final me presenté con mis papeles en la oficina de visados, que fue fácil de encontrar, vi que no había mucha gente. Nada de largas colas, quizá gracias a la campaña desinformativa; tan sólo media docena de personas sentadas esperando a que su número se iluminase en los paneles, y otra media docena rellenando impresos en unos pupitres. Sentí un gran alivio. Cogí uno de los impresos de solicitud y fui hasta la maquinita que expende los números, a cargo de un jovenzuelo que creía ser almirante. Dos o tres personas esperaban y eran rebotados por él. Se veía que disfrutaba ese trabajo en el que gozaba de tal poder. Cuando me llegó el turno le pedí:
– ¿Me da un número?
– ¿Ha rellenado el formulario? –contestó.
– No, ahora lo relleno, mientras espero a ser atendido.
– No, rellénelo primero y luego le doy el número.
Vaya idiota. Hice lo que me pedía y esperé otra vez en su cola. Le alargué mi mano para que me diera el número, pero me preguntó:
– Enséñeme el pasaporte. –Y, tras inspeccionarlo, añadió–: tiene que fotocopiarlo junto con el resguardo de entrada a Hong Kong, en esa máquina de ahí (apuntó a una fotocopiadora donde había otra cola).
– ¿Y no me podía haber dicho eso antes? En fin, bueno, deme un número, por favor.
– No, primero hace lo de la fotocopia y luego vuelve. ¡El siguiente! –El tipo era un cretino integral.
En ese momento, por el rabillo del ojo vi un letrero pegado en una columna: Por ser días festivos, esta oficina estará cerrada desde el viernes hasta el lunes. El corazón me dio un vuelco: hoy era jueves. Le pregunté al almirante: “por cierto, si ahora solicito el visado exprés de veinticuatro horas para mañana…” No me dejó acabar: “¡Imposible! Antes del martes, nada”.
¡Todo mi gozo en un pozo! Fue un duro golpe. Se me quedó la moral por los suelos y, abatido y cabizbajo, salí del edificio. Me entraban ganas de enviar a China, a Sauce y a mis vacaiones al diablo, junto con todos los diplomáticos y las autoridades migratorias.
Ahora, lector, dime si tenía o no razones para considerar aquellas veinticuatro horas como las más estúpidas de mi vida.
Mas no hay que rendirse. Si quieres saber cómo por fin logré entrar a China de nuevo, acompáñame al cuarto y último capítulo de esta historia…
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