Revista Cultura y Ocio

Las balas en Concepción

Por Revistaletralibre
Las balas en Concepción Las balas en Concepción

Por C.R. Worth crw

I Harriet

Mi nombre es Harriet Vanderbilt. Desde mi residencia de Central Park en Nueva York observo el parque y sus edificios, y me hace pensar en lo distinto que es a mi Texas natal, y lo mucho que ha cambiado el mundo. Pronto partiré para Londres para asistir a la coronación del rey George VI, en la que estamos invitados. Mi familia es muy importante, una de las más destacadas en la sociedad americana. Si de niña hubiera podido ver el futuro, jamás me habría imaginado codeándome con la aristocracia europea; esa cría desobediente que le gustaba escaparse para trotar a caballo, y atravesar a escondidas el Rancho del Mediodía para ver a sus amigos indios.

Hoy, por la visita que estoy esperando, no puedo dejar de pensar en los acontecimientos de hace cincuenta y seis años, cuando yo sólo contaba con catorce años de edad.

Nací en el año del Señor de 1866, poco después de acabar la Guerra Civil. Soy de esa generación que vio sus días tras finalizar el conflicto que dividió a nuestra nación. Muchos niños nacimos tras la larga separación de los esposos. Fueron años difíciles y a la vez icónicos en el viejo oeste.

Mi padre, como buen Georgiano, se posicionó a favor de la Confederación tras Texas separarse de la Unión el 2 de Marzo de 1861. Cuando la guerra comenzó el 12 de Abril de 1861, muchos de nuestros ciudadanos en Concepción se fueron con él para luchar por el sur, mi padre era un líder nato y un hombre respetado por todos. Texas fue muy importante en la contienda ya que proveyó muchos caballos y soldados a la Confederación; entre los voluntarios, uno de ellos, fue mi padre.

Al finalizar la guerra continuó como líder entre sus compañeros y desde entonces fue un hombre prominente en nuestra ciudad. Sí, no os he hablado de mi pueblo natal.

Concepción fue fundada por los españoles a principios del siglo XVIII, cuando los Franciscanos establecieron la misión de Nuestra Señora de la Purísima Concepción en 1716, pero en 1731 la misión se trasladó a San Antonio, para ser otra de las muchas misiones de allí, no obstante el poblado permaneció con el nombre de Concepción, al igual que la pequeña iglesia original.

En aquellos días, Concepción era una pequeña ciudad en auge, gracias al ferrocarril, que nos acercó más a San Antonio.

Mi pueblo es hermoso, aunque ha cambiado mucho, y ya no tiene nada que ver con la ciudad de mi infancia. Cierro los ojos y puedo trasladarme allí. Vivíamos en la Calle Mayor, muy cerca de la oficina de mi padre. Enfrente estaba mi lugar favorito, el Bazar del señor Maurice; me encantaba entrar en la tienda, ver todos los artículos fascinantes traídos de Nueva York y Europa, y probarme los últimos sombreros que había recibido de París. Su compañero y socio, West, era un encanto. Un indio mestizo muy guapo que siempre me decía que yo debería ser la musa de inspiración de los diseñadores, porque todo lo que traían de París parecía que estaba hecho para mí.

Un poco más adelante, en la misma calle, estaba Kara’s Inn, un hostal muy elegante en el que se hospedaban los viajeros más acaudalados y donde, a la vez, se servían desayunos. Mi padre era muy amigo de la señora Kara y de su novio, el trampero Frank Lonestar.

Enfrente al Inn estaba el General Store, que estaba regentado por la señora Jill. Allí había de todo. Podías comprar desde artículos de labranza, a legumbres secas, caramelos (que hacían mis delicias), las pieles que le vendía Frank, pistolas y su munición, ropa, telas etc. Pero nada era elegante, como en el bazar de Maurice, solo cosas prácticas de uso diario y, suministro. La señora Jill tenía fama de chismosa, y a menudo la veías mirar a través de los visillos espiando lo que hacía la gente (sobre todo a Kara y Frank), pero tenía buen corazón y más de una vez ayudó a mi padre.

Como toda ciudad del oeste de esos días, tenía un Salón, estaba regentado por la señora Alma; allí la gente iba a beber, jugar las cartas y ver las actuaciones de las chicas que allí trabajaban, cantando y bailando. Recuerdo con especial cariño a «Lili la madurita», que tenía una voz preciosa, y tanto era así, que todo el salón callaba cuando ella se ponía a cantar acompañada al piano por el bueno de Sam Goldstein. El Sr. Goldstein me dio clases de piano, porque según mi madrina, la Sra. Emma, una dama que se precie debe saber tocar el piano. El salón se revolucionaba cuando Kate y Molly bailaban al son del Can-Can, eran muy buenas chicas. De vez en cuando había peleas entre los jugadores de cartas, pero la señora Alma sacaba su escopeta, daba un tiro al techo y todo se calmaba. Siempre amenazaba con darle trabajo a Johnny «el enterrador».

Había un banco en el pueblo cuya dueña, Violet Blanch, también era la propietaria del periódico local, ella era buena amiga de mi madrina, y como tantos en el pueblo, marcada por la tragedia que «Alce» ocasionó no solo en mi ciudad, sino en toda la región.

A pesar de tener una estación de ferrocarril, seguían llegando diligencias con pasajeros, que además traían el correo. Los viajeros embarcaban y desembarcaban al lado de hotel de la Sra. Kara; no obstante la oficina de correos estaba a la entrada del pueblo al lado del estudio fotográfico del Sr. Ed. Allí nos hicimos muchas fotos, y especial cariño le tengo a la que se hicieron mis padres conmigo siendo un bebé. Es el único recuerdo que tengo de ella, ya que murió cuando yo era muy pequeña y si no fuera por esa foto, no la recordaría.

Al lado de la tienda de la señora Jill estaba mi colegio, y a la chiquillería nos encantaba ir allí a por caramelos, aunque el Dr. Fleischman que tenía su consulta enfrente del colegio, siempre nos decía que si seguíamos comiendo tantos caramelos, nos iba a tener que quitar todos los dientes. A la vuelta de la esquina, detrás de la carpintería y junto al General Store estaba el restaurante de Lee Perizchin, un señor chino que hacia comida deliciosa, pero a mi padre no le gustaba que fuera sola allí a ver mis amigos Chéng Li y Feng, hijos del propietario, ya que en frente al restaurante estaba «El burdel de Mrs. Fire».

Pasadas las vías del tren estaban las cuadras y herrería de la Sra. Silvia Levelly y, colindante a ella, se encontraba la consulta del veterinario, Alistair Cannis. Al otro lado de la calle se encontraba el cementerio y la pequeña iglesia de la antigua misión. En una casa junto a ella, residía el fraile John Cross, un tipo misterioso que desaparecía algunas veces diciendo que iba de apostolado, pero se rumoreaban otras cosas. Un personaje más que curioso.

Hundida en medio de estos recuerdos, la doncella entró en la sala para anunciar la llegada de la visita. El Sr. Frank H. Cole del Museo Smithsonian junto a su secretario.

El Sr. Cole se acercó, me besó la mano y me dijo lo contentos que estaban en el museo por mi donación, que sería las piezas principales de la colección del viejo oeste.

― Por favor, acompáñenme. ― Les dije, indicándoles que me siguiera.

Los dos caballeros me siguieron por mi Penthouse neoyorquino hasta la «habitación del oeste» donde tenía una colección con numerosos objetos muy variados del lejano oeste: fotografías, carteles de «Se busca», trajes tradicionales indios en un maniquí, un atuendo de sheriff con su sombrero en otro, cerámicas, sillas de montar, lazos, mapas, sombreros, cuchillos, pistolas y rifles, y un largo etc. Era una colección que no tenía nada que envidiar a ningún museo. Los dos señores estaban boquiabiertos, y de repente sus ojos se pararon en la vitrina de las armas de fuego. Casi tartamudeando, el Sr. Cole me preguntó:

― ¿Son estas?

Asentí con la cabeza y abrí la vitrina. En ella estaba un «Papper box», un arma corta cuyo cañón era un tambor para seis balas, en aquella época era muy popular tenerla oculta en las botas o en las vestimentas; un «Colt Navy» con la empuñadura de caoba, un «Colt Paterson» con la empuñadura negra, un «Texas Paterson» del calibre 36 con empuñadura de marfil, un Colt de 1849, «modelo bolsillo» de cinco balas de empuñadura negra, otro modelo igual pero con la empuñadura de plata, un «Colt Army» del calibre 44, un Smith & Wesson «Ruso», un «Colt de doble acción» del calibre 38 conocido popularmente como «Lightning», y otro del calibre 32 «Rainmaker», y el «Thunderer» de calibre 41 con empuñadura de hueso. También había un juego de doble revolver Colt todo decorado con filigranas llamado «The Peacemaker».

En la vitrina también había rifles: un «Springfield Rifle» del calibre 50, un Winchester de repetición conocido como «The Yellow Boy», un rifle corto llamado «rifle de mensajero», un rifle Sharp conocido como «Old Reliable» y el Winchester de 1873.

El Sr. Cole estaba impresionadísimo y, según me indicó, «la mejor colección de armas del viejo oeste que había visto jamás».

― ¿Todas estas armas se usaron el fatídico 6 de Mayo de 1880?

― Correcto.

― ¿Cuáles son las del Sheriff Herschel Cooper?

― Las de mi padre fueron los revólveres Peacemaker y el Winchester de 1873.

El Sr. Cole acarició las armas y me preguntó, ― ¿Podría decirme a quién pertenecieron todas estas armas, su historia detrás y lo que ocurrió ese día?

― Sabía que estaría interesado en la historia de este armamento, acompáñenme al salón y le cuento todo lo que hay detrás de cada una de ellas mientras tomamos café.


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