La historia de la radioterapia está plagada de heroínas, de mujeres como Marie Curie, Margaret Cleaves, Edith Quimby, Andrée Dutreix, Julie Denekamp…, y tantas otras extraordinarias médicos, científicas e investigadoras. (También hay mediocres y aprovechadas, pero esa será otra historia…) Sin ellas no cabe duda de que la historia de la radioterapia hubiera sido muy diferente. O simplemente, no hubiera sido…
Sin embargo, otras muchas mujeres anónimas contribuyeron, bien es cierto que a su pesar, al conocimiento que hoy tenemos de los efectos de las radiaciones ionizantes, tanto para bien como para mal. Y es por ello que quiero dedicar hoy esta entrada a un grupo de mujeres que marcaron un antes y un después en nuestro conocimiento de la radiación ionizante: “las Chicas del Radium”
A principios del siglo XX, el reciente descubrimiento del radio por el matrimonio Curie en 1898 había generado un inusitado interés en este nuevo material al que muchos veían como la panacea para todo tipo de situaciones. Durante la Primera Guerra Mundial, los soldados estadounidenses desplazados a Francia portaban relojes con manecillas fosforescentes, lo que les permitía establecer la hora con total exactitud en medio de la impuesta oscuridad de las trincheras, otorgándoles la ventaja de poder sincronizar sus ataques sin evidenciar su posición al enemigo. Esta ventaja había venido dada por la fosforescencia del radium, elemento con el que estaban pintadas las manecillas y marcas horarias de sus relojes.
Tras la Gran Guerra, estos relojes se hicieron enormemente populares en los Estados Unidos. Una de las fábricas que en 1917 empleaban el radium de manera rutinaria para pintar esferas de relojes fue la United States Radium Corporation, localizada en Orange, New Jersey. Los empleados de la fábrica, mayoritariamente mujeres, pasaban largas jornadas dedicadas en exclusiva a pintar relojes para satisfacer la gran demanda existente. Debido a lo delicado del trabajo y la precisión que exigía, las esferas y manecillas de los relojes se pintaban a mano una a una, empleando para ello un finísimo pincel con una mezcla de sales de radium, sulfuro de zinc y goma arábiga para darle consistencia. Se estimaba que cada trabajadora pintara 250 relojes al día, cinco días y medio a la semana, ganando alrededor de 20 $ a la semana, a razón de centavo y medio por línea pintada. Las trabajadoras, la mayoría muy jóvenes, tenían como costumbre chupar las cerdas de los pinceles que usaban para afinarlos y así pintar con mayor precisión. Además, también jugaban a pintarse las uñas o los dientes y luego apagar la luz y dejar sorprendida a la gente con la fosforescencia que emanaba de sus manos y bocas. En aquellos momentos, ninguna era consciente de los riesgos que estaban corriendo ni del terrible drama que se avecinaba. ¿Por qué habrían de serlo cuando los médicos estaban usando el mismo material para curar a la gente, cuando las clases adineradas pagaban buenas sumas por sumergirse en balnearios con aguas ricas en productos radiactivos, cuando tónicos revitalizantes como Radithor eran la última moda?
Pero más tarde empezaron a llegar los problemas. Una de las primeras en advertirlo fue Grace Fryer que, años después de haber abandonado su trabajo como pintora de diales en la United States Radium Corporation, notó como se le empezaron a caer los dientes sin motivo aparente aquejándose de terribles dolores también en su mandíbula. Como la propia Grace afirmaría más tarde, era un poco extraño que cuando ella se sonaba la nariz su pañuelo brillaba en la oscuridad. Varios médicos tras analizarla establecieron una clara relación entre sus síntomas y su anterior empleo. Grace intentó localizar a sus ex-compañeras para informarlas, pero no pudo encontrar más que a cuatro ya que la mayoría se encontraban en la última fase de la enfermedad o ya fallecidas.
Grace Fryer probablemente habría sido una víctima más de una desconocida de una nueva enfermedad profesional, si no hubiera sido por una organización llamada la Liga de Consumidores y por el periodista Walter Lippmann, editor del New York World, que se interesaron directamente en su caso. Gracias a su intermediación, se pudo presentar una querella contra la compañía. Un joven abogado de Newark, Raymond Berry, presentó la demanda en un tribunal de Nueva Jersey en su nombre el 18 de mayo de 1927. Otras cuatro mujeres, compañeras de Grace y con problemas médicos graves, se unieron rápidamente a la demanda. Eran Edna Hussman, Katherine Schaub y las hermanas Quinta McDonald y Albina Larice. Cada una exigía 250.000 $ en compensación por los daños causados y los gastos médicos derivados.
A partir de este momento, la compañía United States Radium Corporation comenzó toda una estratagema legal para demorar el juicio y el pago de indemnizaciones. Mientras tanto, el estado de las 5 jóvenes continuaba deteriorándose. El encamamiento era cada vez más prolongado y muchas de ellas habían perdido ya todos los dientes y no podían permanecer sentadas sin sufrir intensos dolores, ni mucho menos caminar. En la primera audiencia en la corte el 11 de enero de 1928, las mujeres no podían levantar los brazos para tomar el juramento. Días antes de que el caso fuera a juicio, Berry y sus 5 representadas alcanzaron un acuerdo en que cada una recibiría 10.000 $ y una aportación de 600 $ anuales cada año que vivieran, así como que todos los gastos médicos y legales incurridos también serían pagados por la empresa. Poco pudieron disfrutar del mismo ya que las 5 jóvenes pintoras de relojes fallecieron en muy corto plazo de tiempo. Su odisea, su lucha y coraje frente a la adversidad les valió el reconocimiento general y el ser conocidas en la historia como “las Chicas del Radium”
Sirva esta historia como un homenaje, hoy 8 de marzo, a todas aquellas mujeres que han pavimentado, algunas con su propia vida, el camino de la radioterapia y la utilización de las radiaciones ionizantes desde sus orígenes a¡hasta el momento actual. Y como particular reconocimiento a todas mis compañeras, amigas y maestras (¡vosotras sabéis quienes sois…!) que tanto me han enseñado y de las que continúo aprendiendo cada día.