El ejercicio de la existencia consiste en una continua toma de decisiones. Desde que nos despertamos cada día hasta que volvemos a sucumbir en el sueño e, incluso mientras dormimos, nuestras células, órganos y sistemas siguen tomando decisiones en nuestro nombre porque la vida no se detiene ni un instante y sigue abriéndose paso entre todo tipo de obstáculos, aunque no seamos conscientes de su determinación.
Todo lo que pensamos y todo lo que hacemos es el resultado de haber tomado unas decisiones muy concretas que nos han conducido justo hasta el punto en el que nos hallamos ahora mismo. Haber escogido una opción distinta en cualquiera de los tramos del camino habría bastado para que ahora no estuviésemos aquí, sino en otro lugar bien distinto.
Hay decisiones que cobran mayor relevancia que otras en momentos que acabaremos calificando como cruciales en nuestras vidas. La elección de los estudios que desembocarán en la que será nuestra profesión, la compra de nuestra primera casa o la decisión de tener un hijo estarían entre ellas. Tienen la característica común de que necesitamos estar seguros de que nuestra decisión es la correcta. Slovic, en 1990, denomina a este tipo de toma de decisiones “la esencia de la inteligencia”, hasta el punto de convertirse en el área de interés de investigadores de disciplinas tan diversas como la filosofía, la economía, las matemáticas, la sociología o la psicología.
Detrás de cada puerta hay una versión de nosotros mismos que tendremos la oportunidad de desarrollar sólo si decidimos abrirla. De optar por dejarla cerrada nunca la descubriremos. Imagen de Pixabay.
Nuestras decisiones comportan consecuencias que muchas veces trascienden nuestra propia vida, pues acaban afectando a las vidas de los demás. De aquellos que dependen directamente de nosotros, pero también de otras personas a las que tal vez ni conocemos. Si una persona decide dejar de comer carne, por ejemplo, las consecuencias más inmediatas las notará en su propio organismo, pero su determinación le obligará también a cambiar su forma de comprar, dejando de frecuentar la carnicería y algunos de los restaurantes especializados en determinados platos de carne. Esto derivará en consecuencias para esos establecimientos, porque habrán perdido a un cliente. Si este cliente convence a sus amigos, que también son clientes habituales de los mismos establecimientos, de que se hagan vegetarianos o veganos, también los acabarán perdiendo. Aquí es donde se empieza a ver afectada la economía de terceros. También se irá transformando poco a poco la filosofía de vida de la persona que decide hacerse vegana, o decide dejar de fumar, o cambiar de religión, o marcharse a vivir al extranjero. Porque sus rutinas empezarán a ser muy distintas y sus objetivos en la vida también experimentarán drásticos cambios.
Últimamente se están emitiendo por televisión fragmentos de una especie de cortometraje para publicitar una determinada entidad bancaria. En éstos, una misma persona se presenta desdoblada en distintas versiones de sí misma. En cada una de ellas cuenta lo que ha hecho después de haber tomado una decisión concreta en su vida. Una decisión del tipo de las que podemos considerar cruciales. Oyendo las distintas versiones, podemos captar sin dificultad la importancia que acaba teniendo decidir un camino u otro y cómo pueden llegar a transformar nuestras vidas las consecuencias de unas u otras decisiones.
Muchas de nuestras decisiones vienen determinadas por los objetivos que nos fijamos en cada etapa de nuestras vidas.
En las primeras etapas, los sueños que han poblado nuestra adolescencia acaban cobrando demasiado protagonismo. Pese a ello, hay quien llega a tomar decisiones que, cincuenta años después, seguirá considerando del todo acertadas. Otros, en cambio, se lamentarán de no haber sido un poco más selectivos, por lo que aquellas decisiones tan poco meditadas les han ido acarreando en la vida.
Las hormonas no suelen ser muy buenas compañeras de viaje ni entienden de conceptos como planificación, estrategia, alternativas o análisis medios-fines. Cuando están en todo su apogeo nos elevan hacia lo alto de una montaña rusa y nos hacen creer que la vida es eso: un subidón de emociones que acabarán compensando cualquier contrariedad. Pero esa euforia de las primeras veces acostumbra a ser tan efímera y sus consecuencias pueden parecernos tan eternas que se acaban traduciendo en decepción. Y tras ella siempre viene la culpa. La que sentimos nosotros por no haber sido más precavidos y la que acabamos haciendo recaer en los demás.
Sólo nosotros somos responsables de nuestras decisiones. Podemos creer que tuvimos mala suerte y las cosas no nos salieron como esperábamos, pero jugar con la esperanza de que la suerte se acabe poniendo de nuestro lado siempre es pecar un poco de iluso. Porque la vida de uno no puede reducirse a algo tan frívolo como una apuesta.
A veces tendemos a creer que aquello que más deseamos que pase es lo que más probabilidades tiene de pasar y que aquello que más tememos no tiene por qué pasar, porque los miedos sólo existen en nuestra cabeza. Esto se conoce como Principio de Pollyanna, en honor a la protagonista de una novela de principios del siglo XX que siempre encontraba motivos para ser feliz. Aunque no nos lo parezca, siempre tenemos por delante más de una opción, porque el simple hecho de no decidir ya encierra una decisión. Una prueba de esto la podemos encontrar en las convocatorias de elecciones en política. Aunque alguien opte por no acudir a las urnas, ha tomado una decisión que se traducirá en el porcentaje de abstenciones que habrá habido en esos comicios. Lo mismo ocurre con quienes guardan silencio ante los mensajes que reciben de otros con quienes no están dispuestos a retomar la relación que les unía. El silencio en estos casos es equivalente a la decisión de que no quieren en sus vidas a esas personas que intentan contactarles.
Creemos absurdamente que, lo que no verbalizamos no lo hemos dicho, pero olvidamos que a veces las palabras no son necesarias para acabar expresando lo que sentimos realmente por otra persona. El silencio puede llegar a destruir más puentes que las palabras más afiladas e hirientes.Y tales consecuencias pueden acabar resultando irreparables.
Vivir conlleva riesgos que a veces tendemos a subestimar y otras sobredimensionamos. Porque, instalados cómodamente alrededor del fuego de nuestro propio ego, no nos paramos a pensar cómo estarán los otros, ni qué pensarán de nosotros ni de las decisiones que hemos tomado. Sólo nos centramos en el modo cómo, supuestamente, las decisiones que han podido tomar ellos nos afectan a nosotros. Y no dudamos en culparles de las supuestas nefastas consecuencias que sus actos nos provocan, olvidando que nadie tiene el poder de amargarle la vida a nadie, a menos que se lo otorguemos nosotros mismos, interpretando lo que nos sucede del modo más negativo posible.
Podemos decidir vivir muriéndonos de dolor, de rabia, de impotencia, de odio o de miedo. O morir, cuando nos toque, habiendo vivido con mayúsculas, aprendiendo algo nuevo cada día, asumiendo el control de nuestras rutinas, aceptando que nadie es responsable de lo que nos sucede y entendiéndonos como seres libres que en todo momento pueden elegir entre distintos caminos.
Vivir como muertos en vida o morir sintiéndonos muy satisfechos con la vida que hemos experimentado son opciones igual de legítimas para quienes se decanten por una o por otra, pero no comportan en absoluto la misma calidad de vida ni de muerte.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Bibliografía consultada: Introducción a la psicología del pensamiento – María José González Labra- Editorial Trotta- 1998