Revista Arte
Paolo Veronese (1528-1588) consiguió ser un representante destacado de la gran Pintura Veneciana. Porque tres, por entonces, fueron los que la representaron más eficazmente: Tiziano, Tintoretto y Veronese. Tiziano es el mejor, el maestro, el más consagrado e insigne creador; Tintoretto es su alumno más evolucionado y ferviente. Veronese es, sin embargo, casi una fusión sombreada de los dos. Sombreada porque es difícil iluminarse tanto cuando la luz de dos grandes pasan, al mismo tiempo, por encima de uno. Tiziano fallece en 1576 y Tintoretto en 1594. Y ambos tenían ya, al nacer Veronese, uno casi cuarenta y ocho (Tiziano) y el otro diez años. Pero Paolo Veronese, sin embargo, lo consiguió, lo consiguió tal vez porque nunca quiso enfrentarse ni apasionarse, ni codiciar así la fama ni la gloria ni la alternancia. Hizo lo que quiso hacer con su pintura: en tamaño, en decoración, en significados, en alegorías... Pero se dedicó algo más a la temática religiosa que a la mitológica, probablemente algo más que los otros dos grandes venecianos.
La corte imperial de Viena -el Sacro Imperio Romano Germánico- contrata a Paolo Veronese sobre 1575 para llevar a cabo unas obras diferentes, ahora algo más mundanas, más mitológicas, más atrevidas, alegóricas, más humanas y sensuales, pero no menos moralizantes... No se sabe bien qué monarca lo demanda, si Fernando I (hermano de Carlos V y su sucesor en el Sacro Imperio), si su hijo Maximiliano II o el hijo de este último, Rodolfo II. O es posible que un cortesano del imperio, no se sabe esto con seguridad. El caso es que son instaladas cuatro obras de Veronese en el Castillo de Praga sobre 1575, una fortaleza en poder entonces del imperio germánico renacentista. Un lugar inexpugnable, la mayor fortaleza medieval -existía desde el siglo IX- de Europa. Allí sí pudo decorar los sobre-techos del castillo checo sin confundir a nadie, ni a místicos empobrecidos, ni a clérigos enfervecidos, ni a una quisquillosa inquisición siquiera. Pero, claro, los grandes y poderosos podían permitirse por entonces alegorías impactantes e intelectuales, obras que representaran cosas que parecían otras, y que expresaban hechos de la vida, de la más humana y peligrosa...
Fueron estas cuatro obras de Veronese tituladas Alegorías del Amor muchos años después, en Francia, cuando fueron adquiridas por la casa de Orleans, ¿cómo no?, la patria y la rama francesas más propensa al Arte más inspirador, al más amoroso o al más revelador. Luego fueron vendidas a otros que, finalmente, las llevaron a otros hasta acabar en la National Gallery de Londres. Son una serie, es decir, cuatro obras que deben ir juntas para comprender el sentido final. Los títulos de cada una de ellas clarificarán algo, aunque muy poco en algunas verdaderamente. Son, en un orden también requerido, llamadas una La infidelidad, otra El desdén o el desprecio o la desilusión; otra El respeto o la continencia, y, finalmente, La unión feliz. Dos, las dos iniciales, negativas; las dos finales, positivas. Compositivamente, son magníficas obras. Los colores, espléndidos y venecianos. Con escorzos y perspectivas geniales, atrevidas y originales. Cuatro obras maestras en una única creatividad... forzada. Pero, supongo, había que justificar, a pesar de la liberalidad de la corte imperial de entonces, el entramado tan complejo de describir ahora el Amor con esas posibilidades, por otro lado, tan humanas o tan reales...
La serie, que aquí inicio por la segunda -El desdén-, tiene su interpretación, como todas las obras de Arte, tan subjetiva, parcial y abierta como se quiera. La primera que elijo, El desdén o el desprecio, es la más compleja de entender en su iconografía. Hay que decir que las obras están algo recortadas -así están en la web del museo londinense realmente-, es decir, que su área artística pudo ser más amplia que la que ahora vemos, por tanto más información en ella, aunque tampoco mucho más relevante o aclaratoria. En un decorado clásico, en una arquitectura clásica, ruinosa y anticuada, veremos tendido a un hombre frente a los restos de unas figuras esculpidas de dioses o personajes mitológicos griegos, un sátiro y el dios Pan con su flauta -aquí recortado parcialmente-. A su izquierda aparecen dos mujeres juntas y cogidas por una mano. Sobre el hombre tendido está el dios Cupido ahora preparado para atizarle con su arco amoroso. De las dos mujeres, una está con los pechos desnudos y la otra completamente vestida y portando un armiño, el animal símbolo de la castidad amorosa.
¿Qué podemos interpretar? Según el título, el Amor aquí es despreciado. Pero, ¿por quién?, ¿por el hombre?, ¿por las mujeres? ¿Por qué el dios del Amor está ahora luchando, oponiéndose, no uniendo, como se supone que siempre él hace? Y si le pega aquí el pequeño dios con violencia al hombre, ¿quién desprecia verdaderamente al Amor? Es complejo de entender, porque no sabemos qué ha pasado antes de eso... Pudo ser la infidelidad de él, que no vemos aquí, y la desilusión de ella, y, por lo tanto, el desdén del Amor -de ella- hacia el deseo ahora de él. Es una posible interpretación. Pero, hay más. Porque no es necesariamente aquí una infidelidad lo que lleve a ese desprecio, sino el desprecio mismo por no ser ahora más que deseo... y no amor. Esto encajará mejor, tal vez, con el sentido de ese desprecio, de esa desilusión. Sin embargo, ¿por qué aparecen dos personajes femeninos, una casta y la otra no tanto? ¿Qué quiere eso significar? ¿Es ahora el deseo denostado aquí? Eso parece ya que el hombre está adorando -o reverenciando- a dos personajes mitológicos que vanagloriaban mucho más el deseo que el amor.
Luego veremos la obra titulada La infidelidad. Aquí la iconografía es más clarividente, más precisa, menos confusa. Aquí es ella la que representará claramente la infidelidad. El triángulo es evidente, dos hombres a cada lado de ella: a su izquierda el amante, a la derecha el marido. Un papel delata la relación oculta entre los dos amantes. También, los ojos de ellos, de los dos hombres, declamarán otras cosas: por un lado la mirada divergente y disimulada del amante, por otro lado la mirada fija, directa y enamorada hacia ella del marido. Cupido, de frente, mirará a ella incrédulo, aturdido por la confusión que al pequeño dios todo esto le produce, ya que ella aquí seguirá conectada, sin embargo, con sus dos manos a los dos hombres. La siguiente obra se titula El respeto o la contención. También es algo particular y misteriosa esta iconografía de la serie del Veronese. Porque aquí el hombre se detiene, frenará su deseo, frenará su pasión o su amor... Hasta Cupido le sujeta la espada en señal ahora de no desenvainarla. Pero, ella aquí está ahora dormida, debe estarlo para significar así el hecho un gesto más virtuoso: ella aquí no es libre de elegir. Y ella, Venus, está además aquí ahora completamente desnuda y deseosa.
Finalmente, la serie de la Alegoría de Veronese nos conducirá al último reflejo de lo que el tortuoso camino del Amor deberá llevar: La unión feliz. En esta representación, el creador veneciano iluminará la obra con la luz más clara y más luminosa. Sólo la diosa, desnuda, estará ahora ahí para condecorar al Amor en una mujer virtuosa y en un hombre agradecido. Y además con los símbolos de la virtud en la corona de laurel de la diosa, de la paz con la rama de olivo que portarán ambos, de las cadenas doradas de la unión más segura que, sin embargo, tomará ahora la inocencia más ingenua de un niño, o de la fidelidad más fiel con el perro más solícito y dócil. La Alegoría del Amor, cuatro obras maestras de Paolo Veronese que, como siempre, solo las primeras de las series iconográficas, las más complejas, alcanzarán a lograr una mayor virtuosidad artística. Porque, dentro de la misma, las obras son obras todas diferentes, no con la misma maestría ni genialidad. Con el Arte que el creador quiso o pudo o consiguió tener. Como el amor...
(Obra de Paolo Veronese, cuatro lienzos, Alegorías del Amor, 1575, National Gallery de Londres.)
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