Revista Cultura y Ocio

Las edades del alma

Por Calvodemora
Las edades del almaNunca me gustó jugar con pistolas, no fue tampoco afición de quienes jugaban conmigo. Ser hijo único tiene esas cosas, la de no malgastar amigos en una bala perdida. La  cuestión de los amigos invisibles no sé si fue de verdad habitual o acudieron muy de vez en cuando y no dejaron huella. Pistolas tuve, quién no. Recuerdo persecuciones, diálogos varoniles sacados de alguna película, conversaciones sobre quién debía morir antes y cómo debía hacerlo para que la escena cuajara mejor y ganara en la memoria. Es curioso la teatralidad con la que se juega. Luego esa mentira lúdica desaparece. Los años la van enmascarando, convirtiendo en otra cosa de la que no se tiene una certeza, ni a la que estamos siempre dispuestos a aceptar. Quizá por eso, por la imposibilidad de representar la violencia, buscamos en la falsificación del cine una continuación de los juegos infantiles. No se entiende de otra manera que nos guste el cine de acción y miremos, entre la perplejidad y el arrobo, un tiroteo, uno de esas tremebundas escenas de disparos en la que muere hasta el director de fotografía. Lo que tiene de maravilloso la niñez es que no analiza la realidad, no la cuestiona, no la hace trascendente. Te he disparado, has muerto. Ya está. Ese es el diálogo pertinente, el que nos hace héroes y deja a un villano fuera de circulación. Porque el mundo es de los héroes y de los villanos. No hay un término medio fiable, uno al que afiliarse y así pasar desapercibido. Cuando la edad provecta nos alcanza, en cuanto sentimos en el pecho la opresión (terrible a veces) de la responsabilidad, no matamos, ni nos matan. O lo hacemos de otra forma. No interponemos pistolas en la escena interpuesta a la realidad. Lo hacemos de otra manera. Hay gente que se mete en política y gente que mete la papeleta en la urna. Gente que circula con el culo y va disparando en los semáforos y en los aparcamientos. Solo por seguir jugando. Por interpretar el papel de héroe o de villano un poco más. No hay metafísica en esos años jóvenes. Viene después, viene empujando, exigiendo que la atendamos y le dejemos el hueco en el alma que precisa. De hecho no hay alma en esa juventud divina. Hay otra cosa, ya digo, pero no alma. El alma viene más tarde. No sabemos si la carga el diablo. O es precisamente el diablo el único responsable. Toda posible biografía que de uno se escriba debe partir de esa premisa terrible. El punto de ebullición a partir del cual todo se hace educado (y falso y retorcido) es cuando dejamos el juego y nos lanzamos a la calle a hacer negocios. Con mascarilla, por supuesto. 

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