La venerable madre Jerónima de la Fuente, Velázquez, 1620
A pocos metros de la plaza de Callao, cruzando al otro lado de la Gran Vía, entre las calles de San Roque y de la Madera, aparece casi desapercibido el recogido y silencioso convento benedictino de San Plácido (también conocido como el monasterio de la Encarnación Bendita) entre cuyos muros se entremezclan leyendas, misterios y oscuras intrigas. El halo de paz y sosiego que emite hoy día poco tiene que ver con los diabólicos sucesos que se le adjudicaron en época de Felipe IV.
Convento de San Plácido
Puerta de acceso a la iglesia del convento de San Plácido
La historia del convento se remonta a 1619 cuando D. Jerónimo de Villanueva y Fernández de Heredia, marqués de Villalba, protonotario de Aragón, noble e influyente asesor de la corte, compró los terrenos en los que ya se ubicaba una pequeña iglesia a modo de regalo para la dama Teresa Valle de la Cerda y Alvarado, de la que estaba profundamente enamorado. Sin embargo, Teresa, de fuertes convicciones religiosas, decidió rechazar la oferta de matrimonio. A pesar del desengaño, D. Jerónimo financió los deseos de su amada y en 1623 comenzaron las obras de edificación del convento. Teresa llegaría a convertirse en priora del convento de las Madres Benedictinas, al cual comenzaron a llegar las primeras monjas en 1624, cuando el recinto estaba formado por varias casas unidas. Finalizadas las obras, unas 30 monjas fueron a habitarlo viviendo bajo la sumamente rígida y dura regla de San Benito que incluía prolongados tiempos de ayuno y tediosos rezos continuados durante horas, sin hablar con nadie ni beber, que hacían que muchas de estas jóvenes religiosas cayeran en locura transitoria y en peligrosas depresiones.
Roswitha leyendo sus comedias a las monjas de Gandersheim Germania, dos mil años de historia alemana J. Scherr 1882
La vida discurría aparentemente tranquila entre los muros del convento hasta que, en 1628, se empezaron a escuchar relatos estremecedores sobre algunas hermanas que se comportaban de modo demasiado extraño. Algunos testigos del barrio aseguraban haber visto cómo las monjas se contorsionaban en el suelo, profiriendo insultos y blasfemias, con los ojos vueltos entregritos desgarradores. Poco a poco el rumor se extendió por los mentideros de la Corte, pasándose a conocer a las infortunadas religiosas como las “endemoniadas” de San Plácido (curiosamente, años después, en 1634, tendría lugar el más conocido caso de las “endemoniadas” de la localidad francesa de Loudun que afectó a una congregación de monjas ursulinas, supuestamente hechizadas por el padre Urbain Grandier, quien fue acusado de brujería y condenado a morir en la hoguera).
Exorcismo en el convento de Loudun, grabado francés, siglo XIX
La voz de alarma la dio una joven novicia que había comenzado a tener visiones mientras sufría convulsiones y desmayos entre blasfemias y actos sacrílegos. Sus asustadas hermanas dieron aviso al confesor, Fray Francisco García Calderón, único hombre que podía entrar en el recinto al tratarse de un convento de clausura. El confesor decidió que la joven monja estaba poseída y necesitaba ser exorcizada de urgencia. Sin embargo el exorcismo no sirvió de nada pues no sólo no curó a la posesa, sino que veinticinco hermanas más quedaron “infectadas” (incluida la fundadora, Teresa Valle de la Cerda, cuyos demonios profetizaban la reforma de la Iglesia) y empezaron a sufrir síntomas demoniacos como visiones apocalípticas, desmedida agresividad, continuas blasfemias, hablar por boca del diablo, terribles autolesiones contra las paredes y, especialmente, la realización de gestos obscenos absolutamente impropios. En momentos de lucidez, narraban que el demonio se les aparecía en sueños, acompañado por otros personajes de igual catadura, y que las agredían de manera íntima. De las treinta monjas del convento, veintiséis quedaron “endemoniadas”, quedando casualmente las hermanas de más avanzada edad libres de maléficas visitas.
Posesión de María Crocifissa della Concezione, convento de Palma di Montechiaro, Sicilia, 1676
Los rumores corrieron como la pólvora por las calles de Madrid y no se hablaba de otra cosa, del triste destino de las “endemoniadas”, que las malas lenguas achacaban a las continuas visitas de conocidísimos personajes de la nobleza, como el propio Conde Duque de Olivares, el mismo Rey Felipe IV y hasta el dueño de los terrenos, el protonotario fundador del convento, D. Jerónimo de Villanueva, que poseía una vivienda en la Calle de la Madera, cuyos muros estaban pegados al convento (que según habladurías, comunicaba directamente con el claustro del convento y las celdas de las hermanas) y en la que celebraba reuniones y juergas con sus ilustres “compinches” hasta altas horas de la madrugada.
Felipe IV en armadura, Velázquez, 1628
Como no podía ser de otro modo, tan escandaloso asunto llegó a oídos de la inquisición yD. Diego de Arce, el inquisidor general, decidió investigar el asunto sin dilación. Comenzaron los interrogatorios, investigándose a toda persona que tuviera relación con el convento, excepto, como de costumbre, a los nobles personajes anteriormente nombrados, aunque es bien sabido que Felipe IV, se llevó más de un tirón de orejas eclesiástico por sus líos de faldas.
Ursulinas de Loudun, contorsiones diabólicas, grabado del siglo XIX
La investigación inquisitorial comenzó por observar el comportamiento de las pobres hermanas poseídas, siguiendo por un exhaustivo interrogatorio a Doña Teresa que comenzó a dar sus frutos. Posteriormente llegó el interrogatorio a base de torturas a fray Francisco, el confesor del convento, cuyas declaraciones cayeron en continuas contradicciones durante los distintos procesos. Finalmente se llegó a la conclusión de que los verdaderos causantes de la desgracia y comportamiento de las hermanas no venían del Averno sino que habían sido el mismo fray Francisco y la priora Doña Teresa. Por lo que se dedujo del proceso, el religioso pertenecía a la secta de los “Alumbrados”, también denominada herejía iluminista, relacionada con el protestantismo, nacida en el siglo XVI en tierras de Extremadura y Andalucía y cuyos miembros afirmaban, entre otras creencias, que de la relación carnal entre un religioso y una religiosa había de nacer necesariamente un santo.
Monja beguina y monje, Cornelis van Haarlem, 1591
Los seguidores de este movimiento aseguraban que mediante la oración se podía llegar a un estado espiritual tan perfecto que no era necesario practicar los sacramentos ni las buenas obras e incluso se podían llevar a cabo las acciones más reprobables sin que el hecho fuese considerado pecado. Los “Alumbrados” eran contrarios a la oración, el ayuno, los gestos de adoración y veneración de imágenes, el agua bendita, la sagrada forma, la santa cruz… Tenían además costumbre de profanar lugares sagrados y obligar a las mujeres a mantener relaciones sexuales como penitencia… Este conjunto de creencias libertinas inculparon a fray Francisco de haber cometido actos pecaminosos con las jóvenes monjas. Como confesor convenció con su facilidad de palabra a las hermanas de la necesidad de alcanzar la gloria de Dios a través de actos carnales hechos en caridad, y por tanto sin ser pecaminosos. Confesó que los bebedizos y las drogas preparados por él mismo hicieron el resto. Durante meses, el confesor embaucó a las religiosas, convirtiendo el convento en su propia mancebía (y en la de los personajes ilustres mencionados más arriba), manteniendo relaciones sexuales con las religiosas, incluida la priora. Tan solo las monjas más ancianas se libraron del acoso y las malas artes del infame sacerdote.
Preso por la Inquisición, Zapata tu gloria será eterna, Goya, 1810
Tras ser juzgados por el tribunal de la Inquisición de Toledo, el Consejo de la Suprema dictó el 19 de marzo de 1630 sentencia definitiva contra fray Francisco García por la que se le condenaba a abjurar “de vehementi” (por serias sospechas de culpabilidad) y reclusión perpetua, con privación del ejercicio del sacerdocio y obligación de ayunar tres días a la semana, al considerarse probados los delitos de herejía alumbradista. Teresa Valle, que se encontraba recluida en el convento de Santo Domingo el Real de Toledo con las restantes monjas, fue condenada a abjurar “de levi” (por ligera sospecha de herejía) y a permanecer cuatro años reclusa en el convento toledano, privada de voto activo y pasivo y sin posibilidad de volver a la Corte, mientras que la comunidad, con el resto de las monjas, fue repartida para evitar que los hechos, el escándalo y la lujuria que rodearon el caso de las “endemoniadas” de San Plácido, se reprodujeran en el futuro…