He de confesarles que tras unas inmerecidas vacaciones en Galicia a base de pulpo, meigas y orujo, el reencuentro con la normalidad del día a día me ha resultado difícilmente digerible. No hablemos ya de retomar esta serie de artículos que inicié allá a mediados de julio, cuando el mundo era un lugar mejor y uno, ante un futuro plagado de correrías y juergas estivales, iba henchido de entusiasmo y buenas intenciones.
Sí amigos, este año el síndrome post vacacional ha venido de la mano de una profunda crisis de creatividad, de un insalvable bloqueo mental. Sin embargo, el pasado día ocho de septiembre sucedió algo que hizo que se me encendiera súbitamente la bombilla. No piensen ustedes que resbalé por las escaleras o me golpeé la cabeza con un objeto contundente, que les conozco. Fue un suceso mucho más distendido y silencioso: DR publicó un fantástico análisis acerca de Half Minute Hero, que yo les recomiendo leer únicamente si llevan encima un par de billetes.
El texto de DR no sólo se las ingenió para proseguir con éxito su maquiavélico plan consistente en reducir de un plumazo el espacio disponible en mi estantería y de dinero en mi cartera, sino que además tuvo la virtud de suscitar un breve pero interesante debate acerca de la incidencia del precio en la nota o valoración que se haga de un videojuego, debate que leí con gran interés y que me sirve ahora para atacar la tercera de esta ristra de mentiras:
El precio de un videojuego influye en la valoración que se haga del mismo
Hablando en términos muy generales es posible afirmar que el precio de cualquier producto puede ser indicativo de su calidad. Una televisión valorada en dos mil euros, por ejemplo, probablemente sea mejor que otra que sólo cuesta la mitad. Pero esto no tiene por qué ser siempre así, sobre todo cuando se trata de bienes que poseen algún tipo de valor artístico o cultural, ya no digamos sentimental.
En el ámbito de los sentimientos la cuestión está meridianamente clara y, si me permiten, se lo mostraré a ustedes con una breve anécdota al respecto. Con ello no sólo pretendo ilustrarles acerca de la diferencia que, a mi entender, existe entre valor y precio, sino también alargar artificialmente el artículo, ya que Jony nos paga a razón de cabeza de pescado por número de palabras. Esto es algo que ha de quedar entre ustedes y yo. No, no se preocupen por Jony. Él nunca leerá este artículo, ya que me consta que se encuentra muy ocupado votando a GAME OVER en los premios Bitacoras 2011. Yo ya lo he hecho. Soy así de elegante… ¿A quién creen ustedes que votarán Rubalcaba y Rajoy en las próximas elecciones generales? Pues eso.
Volviendo a la anécdota en cuestión les contaré que mi primera relación seria con una chica tuvo lugar a la tierna edad de 17 años. Tengan en cuenta que a esas edades la seriedad consiste básicamente en un par de meses, la posibilidad de acariciar escote sin regresar a casa con un ojo morado y poco más, al menos en mis tiempos.
A finales de los ochenta uno todavía no salía a beber, sino a ejercer el difícil y sufrido arte del cortejo. Siempre fui más de bares que de discotecas, pero cuando las hormonas aprietan, y a los diecisiete años lo hacen con fuerza, no quedaba más remedio que dejar aparcado a Iron Maiden y soportar a Modern Talking a todo volumen, entre hombreras, botines y luces de colores. Así, los viernes por la tarde solíamos frecuentar Quinta Avenida, una discoteca ubicada en la Calle Orense de Madrid.
Si soportar los temas de estos sujetos por una chica no es amor, que venga dios y lo vea
El motivo era que, y no se me rían ustedes, en aquella época aún ponían lentas en las discotecas. Una bonita y entrañable costumbre, esta del baile agarrado, que por desgracia ha perdido vigencia con el paso del tiempo hasta quedar relegada a circuitos selectos y minoritarios: los pasodobles en la verbena del pueblo. El caso es que en Quinta Avenida la cosa funcionaba del siguiente modo: el pinchadiscos, siempre atento a los pequeños detalles y presto para echar un cable en cuestiones amorosas, reducía la iluminación del local un par de canciones antes de que diera comienzo la música lenta. Esa era la señal que levantaba la veda y uno, al verla, comenzaba a merodear por los diversos rincones del garito en busca de una presa en la que poder hincar el diente lozana muchacha a quién abrir su corazón.
En una de aquellas ocasiones no encontré a una sola chica dispuesta a bailar conmigo. Todas ellas parecían haberse puesto de acuerdo en darme calabazas. Por otro lado, a mis amigos la cosa les había funcionado mejor y cada uno de ellos ya se encontraba en la pista contoneándose y felizmente abrazado a una mujer.
Cuando estaba a punto de mandarlo todo a tomar por saco e irme a casa, reparé en un grupo de chavalas a las que sorprendentemente aún no había entrado. Probablemente acababan de llegar y, por tanto, no habían sido testigos de mi humillante derrota, por lo que decidí acercarme a ellas y dirigirme a la que me agradaba más:
- ¿Bailas?
- Bueno.
Sobre el papel la respuesta parece cojonuda, pero les aseguro a ustedes que el tono de indiferencia empleado resultó de lo más insultante y daba a entender bien a las claras que aceptaba mi proposición porque en esos momentos la vida no le ofrecía nada mejor que hacer. Puesto que yo tampoco tenía nada mejor que hacer, opté por ignorar su prepotencia y ambos nos dirigimos a la pista de baile.
Bailar una canción con una chica significaba que disponías aproximadamente de cinco minutos para tratar de entablar con ella una conversación que te condujera al éxito: “¿Cómo te llamas?”, “¿vienes mucho por aquí?, pues nunca te había visto”, “¿a qué te dedicas?”, etc. Tras la charla de rigor era aconsejable cerrar el pico y estrechar aún más los brazos alrededor de su cintura para comprobar si ella correspondía a ese acercamiento. Si era así entonces la cosa iba por buen camino, pero cuando finalizaba la canción y comenzaba otra nueva llegaba el momento de la pregunta del millón:
- ¿Bailamos otra?
- Bueno.
Pese a su tono de apatía y desinterés, la aceptación de un segundo baile sólo podía significar una cosa: allí había tema, por lo que decidí ir poco más lejos e hice descender lentamente una de mis manos hacia una de sus nalgas. Ella no dijo ni mu, pero agarró mi mano con determinación y la restituyó al lugar que le correspondía y que un instante antes había abandonado con alegría: su cintura.
Ante tal contratiempo decidí mantener la calma y no emprender más excursiones a lo largo de su anatomía, aguantando las manos bien quietas hasta que finalizó la canción.
- ¿Te apetece tomar algo?
- Bueno.
Tampoco le hubiera pedido que me respondiera que en ese momento era lo que más deseaba en este mundo, pero vamos, es que ni que le estuviera ofreciendo un chicle. El caso es que ambos acabamos en la barra. No recuerdo qué es lo que tomamos, pero sí que ella se llamaba Encarna y que aquella tarde comenzamos a salir.
Nuestra relación fue breve y no funcionó demasiado bien. No me malinterpreten. Encarna y yo lo pasábamos genial y nos reíamos mucho. Su frialdad inicial parecía más bien fruto de la cautela y una vez roto el hielo resultó ser una chica muy divertida y con un extraordinario sentido del humor. Pero había un pequeño detalle que se interponía entre nosotros y que, a la postre, sería el desencadenante de nuestra ruptura: mi afición por las recreativas.
Así comencé a cavar la tumba de nuestra relación
Verán, yo solía quedar con ella los vienes y sábados a eso de las siete u ocho de la tarde. A Encarna lo de matar marcianitos no le llamaba la atención. Prefería emplear el tiempo en ir al cine, tomar algo o, simplemente, pasear. Por tanto, yo solía salir de casa con un par de horas de antelación para, así, pasarme por los recreativos del barrio a echar unas partidas. Realmente era fantástica y nueva la sensación de jugar en una recreativa sabiendo que tras la pantalla de Game Over te aguardaba una chica, pero lo cierto es que cuando cogía el metro para ir a verla en mi bolsillo tan sólo quedaban un par de monedas, por lo que Encarna se veía obligada a invitarme continuamente.
Un viernes en el que no habíamos podido quedar, me llamó para decirme que al día siguiente era su cumpleaños y que me invitaba a cenar. Aquel sábado me dirigí, como de costumbre, a los recreativos, pero esta vez acudía con el firme propósito de saludar a la gente, echar sólo un par de partidas y destinar los cuartos a la compra de un fantástico regalo para mi sufrida novia. Ni que decir tiene que el breve saludo se convirtió en varias rondas de litronas y las dos partidas en una hora dándole al Ghosts ´n Goblins. Por supuesto, el dinero que quedaba en mi cartera cuando abandoné el lugar no daba ni para pipas.
Todo parecía indicar que iba a cagarla a base de bien, pero en ese momento se me encendió una bombilla: dado que mis padres parecían muy satisfechos con mi recién estrenada relación, ya que les garantizaba que empleaba mi tiempo en salir con una chica sana y responsable, en lugar de andar por ahí haciendo dios sabe qué, decidí pasarme por casa para pedirle a mi padre que me financiara. No contaba con que él no tenía un pelo de tonto y la conversación que mantuvimos fue tal que así:
- Verás, papá. Hoy Encarna celebra su cumpleaños y me gustaría regalarle algo especial. ¿Podrías adelantarme la paga de la próxima semana?
- Oh, no te preocupes, hijo mío. Eres un buen muchacho y Encarna una chica fantástica. Sin duda sabrá apreciar cualquier detalle que le entregues por modesto que sea.
Para terminar de arreglar las cosas, añadió el siguiente consejo:
- Y recuerda: Sé tú mismo.
No la volví a ver el pelo.
Probablemente piensen ustedes que Encarna actuó correctamente. Al fin y al cabo la pobre debía estar hasta el moño de invitar a un pelagatos como yo y el hecho de acudir a su cumpleaños con una triste bolsita de gominolas rojas con forma de corazón no fue la mejor manera de encauzar nuestra relación. Pero, qué quieren que les diga. ¿No creen que cometió el error de valorar mis sentimientos hacia ella a partir únicamente de mis atenciones económicas? ¿No es la intención lo que cuenta? ¿Acaso la belleza no está en el interior? ¿No? Bueno, quizás este ejemplo no sea el más apropiado para lo que trato de comentarles, pero procuraré hacerme entender mejor con otro más reciente y menos tortuoso.
Recuerdo que hace unos meses pagué una cantidad de dinero mayor por ver Transformers: El Lado Oscuro de la Luna en flamantes 3D que por asistir a la reposición de El Padrino en los Cines Verdi de Madrid, cuando la calidad de ésta está, evidentemente, a años luz de la de aquélla. Reconozco que se trata de una comparación un tanto tramposa y fácil para mí. Soy plenamente consciente de que la película de Michael Bay es reciente y el importe de la entrada incluye un suplemento por las tres dimensiones de marras, mientras que el caso de Coppola no deja de ser la reposición de una película de 1972 que han pasado ya cientos de veces por la televisión. Pero este ejemplo pretende demostrar precisamente eso, que en la fijación del precio de un bien intervienen elementos que nada tienen que ver con su calidad o valor artístico, por lo que confundir en estos casos precio con valor probablemente nos lleve conclusiones erróneas.
Déjame Entrar. Una película hecha con dos duros pero con más valor que muchas superproducciones hollywoodenses
En el ámbito de los videojuegos se da la paradoja de que esta manera de razonar, ya de por sí poco fiable, se aplica al revés. Así, en cualquier página o foro sobre el tema es perfectamente posible, e incluso frecuente, encontrar comentarios del siguiente tipo: “Un juegazo como ese y, además, a precio reducido es un imprescindible”.
Es decir, aquí no sólo aparece el error de tomar el precio como un indicativo fiable de la calidad, sino que además, en lo que vendría a ser un malabarismo digno de birlibirloque, se considera que cuanto más barato sea el título mayor será la nota que merece.
Es habitual, incluso, que junto con el P.V.P. vayan a parar también al saco de la crítica elementos tan ajenos a ésta como el hecho de que el juego venga doblado o no, o su duración, dando a entender, así, que el idioma o la longitud de una obra afectan en algo a su calidad.
Considero que esta manera de proceder no es más que un tic comercial que pone de manifiesto, en términos generales, cierta falta de madurez por parte de la prensa del sector, que se siente guía de compras o último eslabón de una gigantesca cadena de distribución antes que crítica rigurosa e independiente de la industria.
Es legítimo y hasta aconsejable trasladar al lector datos tales como el precio, el idioma o la duración de un juego, ya que con ello se cumple una labor informativa de cara a orientarle en su decisión de compra. No olvidemos que el usuario es quién se deja los cuartos y, en última instancia, el verdadero sostén de la industria Pero resultaría más acertado, bajo mi punto de vista, no incluir estos elementos en el análisis ni, desde luego, tomarlos en consideración a la hora de valorar un título. Soy más partidario de adjuntarlos a la crítica en forma de ficha técnica que incluya, además, otras especificaciones (estudio de desarrollo, fecha de lanzamiento, plataforma, PEGI, etc.). De lo contrario estaremos mezclando churras con merinas. Al fin y al cabo, ¿qué opinión les merecería un crítico de cine que castigara a Toy Story por durar sólo 80 minutos?
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