My fair lady
Sólo los cobardes que siempre temen que alguien viole a sus hijas, robe sus caudales o mate a su perro consideran verdaderamente criminales a los pícaros de las calles. Los adolescentes desarrapados sin vergüenza, los chiquillos que siempre sufren las consecuencias de todo y, sin embargo, viven en la ilusión de creerse astutos porque de vez en cuando consiguen hacerse con algunas migajas. Esos perros callejeros somos nosotros, las Galateas del poder. Recuerden la última secuencia de la película de Cukor. Ella, quien fue malhablada y de la calle, cruza el umbral y avanza lentamente. Él, su educador y mentor, permanece expectante desde que sintiera la presencia en casa de la joven mujer que adora. Cuando la puerta del salón se abre con suavidad y tras la hoja aparece el rostro de la chica, el profesor enamorado da un respingo, exclama “mis zapatillas”, y se cubre el rostro con el periódico. Fin.
Sí, todo esto es metáfora. Pero se puede esperar que la metáfora contínua no exprese panfletarismo gazmoño o impotencia, sino inteligencia del sentimiento que se lame la opresión manteniéndose creativamente vigilante. Sea como sea nuestra hermenéutica política, aplicada a la obra de Shaw, arroja una moraleja no apta para demagogos. Aunque es cierto que todos los intachables ciudadanos son golfillos políticos en el Estado de partidos, esto sólo es una desventura menor. Las rameras vivirán siempre más o menos felices en el arroyo, sepan o no que hay una vida mejor. Cuando reciban educación política, les incomodará violentamente ser arrojadas a un estado moral que choca de frente contra su voluntad más profunda pero, de vez en cuando, su juventud estimulada por la intuición de un porvenir mejor, se rebelará contra las barreras sociales. En la angustia de esos momentos las chicas barriobajeras casi desearán envejecer para librarse de la desazón de desconocer si finalmente podrán hacerlo con seguridad, si podrán ajarse como todo el mundo. De nada servirá el consuelo de aprender que todos los grados del ser son armonizables, que la seguridad y la libertad están fatalmente entrelazadas y que acaso la política se ocupa de encontrarles el habitáculo más apropiado para la convivencia en concubinato. Pero el caso es que la joven alumna ha vuelto. Deja atrás el nicho social en el que se desenvolvía con cierta soltura y deja atrás al amante juvenil que siempre la esperaba on the street where you live, el lugar donde todo ocurre. Contemplada con los nuevos ojos de la cultura, la vida anterior le resulta insoportable a la muchacha y quizá esa voluntad profunda que la sostuvo en medio del duro asfalto ya sólo encuentre sosiego en el progreso moral. La florista callejera quiere gastar su vida y su sexo con un viejo elegante para vivir siempre en calidad de dama.
Sin embargo, el drama verdadero está tras ese “mis zapatillas”. Los espectadores esperaban un reencuentro romántico, pero a veces ni siquiera los maduros caballeros pueden soportar impasiblemente el vivir para someter la vida a rígidos esquemas. La fatalidad no se encuentra en los siervos de la propaganda oficial, vendidos a cualquier amo, sino en el revolucionario siempre obligado a ser un gentleman en el sentido más amplio. Está preso de las maneras que inhieren la propaganda que difunde y, si es cabal, muchas tardes de domingo el hastío y acaso la desesperación le harán debatirse entre la ilusión y el cinismo. Incluso puede permitirse la frivolidad de apostar con un amigo a que en un plazo muy pequeño de tiempo podrá convertir en ciudadano al más recalcitrante de los siervos. Pero si al fin ella, sea la libertad o cualquiera de las mujeres que la encarnan -y son tantas-, aparece en casa, después de haber renunciado a la sinceridad de los enamorados que le prometían una vida convencional, después de haberse debatido entre las cosas tal como vienen y el magisterio sereno y quizá decrépito de quien le enseñó a aspirar a lo que sólo el espíritu puede tener, el caballero, acartonado de idealismo, tendrá que ocultar la emoción incontrolable con el periódico que fingía leer. Estará abrumado y comprenderá que la vida muy pocas veces se detiene a mirar por la ventana de uno y que cuando lo hace es un grito de impotencia y alegría, de sorpresa y victoria, exigirle un paso más: “Mis zapatillas”. Entonces, si todo transcurre como en el cine, si ha llegado el momento, la libertad le pondrá las zapatillas mientras nada de lo que solía contemplarse tras la ventana vuelve a ser lo mismo para él.
Oscar (MCRC)