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Cuántas veces he pensado: Me voy y no vuelvo. Es sólo una fracción de segundo, pero el pensamiento pasa volando, a la velocidad de la luz, por mi cerebro. Quizás con más frecuencia de la que me gusta reconocer.
La maternidad. Cuánto se ha escrito. Que magnífica y que terrorífica al mismo tiempo.
Cuando yo era pequeña no soñaba con vestirme de blanco, casarme por la iglesia y tener muchos bebé. Mis sueños eran otros. Viajar, trabajar en algo que me apasionase, conocer gente interesante, ser independiente…
No me gustaba jugar con muñecas. Prefería montar cabañas en el bosque, colarme en casas abandonadas, disfrazarme de mendiga y salir a la calle a pedir limosna o fingir que perdía el autobús.
Pero los años pasan y el reloj biológico te recuerda, cada día, que tus ovarios son un poco más viejos. Pronto parecerán un par de pasas secas. Así que cumplidos los treinta te empiezas a plantear seriamente lo de ser madre. Lo de casarse, no hace falta. Tampoco hay que pasarse.
Entonces tienes un bebé. Dejas de dormir por las noches. Dejas de ir al cine. Lees una cuarta parte de lo que acostumbrabas. Casi no sales. Ya no usas tacones ni te pintas los labios. Ya no eres tú. Has perdido tu nombre y con él tu identidad. Ahora eres sólo MAMA. Y estas cuatro letras te entierran en una rutina para la que no estabas preparada. Biberones. Pañales. Papillas. Brazos. Parque. Baño. Y cada día igual. Uno tras otro, los trescientos sesenta y cinco días al año. Todos los años del resto de tu vida.
No me arrepiento de ser madre pero a veces me gustaría dejar de serlo, por ejemplo, un día a la semana. Recuperar mi vida aunque sólo fueran veinte cuatro horas. Si dices esto en público parece que no seas buena madre. Eres egoísta. Infantil. Mala persona. Porque ¿qué hay mejor que los niños?
Así voy tirando como puedo. Sin reconocer ante la gente que este trabajo a tiempo completo y sin remuneración no me satisface lo que debería. Reprimiéndome a mi misma por sentir lo que siento. Culpabilizándome por ser cómo soy.
Y de repente llega un día en que se produce el milagro. Terremoto se convierte en un mago y me regala uno de esos momentos mágicos que escasean en la vida adulta.Uno de esos momentos que valen todo el oro del mundo. Recompensan todo el sacrificio. Toda la entrega. Me hace feliz.
Era un domingo de setiembre. El Kalvo estaba de viaje y yo me había quedado con los dos niños. Todo el día. Sin ayuda ni más compañía que sus juguetes. Sólo de pensarlo me sentía cansada.
Una, dos, tres, cuatro, cinco… horas. Y así todo el día. Jugando. Cambiando pañales. Jugando. Preparando la comida. Jugando. Dando de comer. Jugando.
Así que después de la comida, consulto la programación de televisión y veo que dan una película de dibujos. Y sí, lo reconozco, enchufo a Terremoto delante de la tele con la única intención de tener una hora y media de descanso mental. Noventa minutos sin tener que simular que soy un pirata, sin tener que pintar, recortar o leer algún cuento por milésima vez.Con suerte, la película lo tendrá entretenido un buen rato. Si consigo que la siesta de la Peque coincida, dispongo de una hora y media de relax. Un descanso para coger fuerzas y poder continuar todo lo que me queda de día.
La peli va de unas hormigas. El protagonista es un niño de entre cuatro y seis años. Bajito. Delgado y con gafas. El prototipo de niño debilucho. Y, efectivamente, no han pasado ni cinco minutos cuando ves que otro niño, mucho más grandote, se mete con él. Lo asusta. Lo ridiculiza. Es el típico abusón.
Después de sufrir el acoso del grandote, protagonista se desquita con las hormigas de su jardín. Haciéndoles a ellas lo que le hacen a él. Puteándolas. Enterrando sus agujeros. Inundándolos. Pisoteándolas sin piedad.
Entonces, un día sufre un accidente que lo deja del mismo tamaño que ellas. Diminuto. Las hormigas lo encuentran. Lo hacen prisionero. Lo llevan a juicio. Le llaman: el destructor. Muchas quieren eliminarlo, pero la reina, que demuestra ser magnánima, dicta su sentencia:
—Podrá volver a su tamaño original cuando aprenda a vivir como una hormiga.
Y para ello le ponen a una compañera de seis patas. Una hormiga simpática y dicharachera que le servirá de maestra. Al principio el niño se resiste. Se enfurruña. Se niega a colaborar.
—Las hormigas sois pequeñas. Insignificantes. ¿Por qué iba a querer ser cómo vosotras? —grita indignado. —Porque sólo así podrás volver a ser quien eras —le responde la hormiga encargada de enseñarle.
Poco a poco, el niño aprende cómo es vivir en comunidad. Cómo es la organización del trabajo. La distribución de las tareas. La solidaridad entre el grupo. Y, poco a poco, va cambiando su concepción de estos animales.
—Mamá, yo no les haré más daño a las hormigas —me dice Terremoto tan pronto empieza la publicidad. —Me parece muy bien. Ahora ya has aprendido que ellas también sufren. —Pero yo antes no lo sabía… —Ya lo sé cielo. No te preocupes. No pasa nada. Todos nos equivocamos. Lo importante es que no lo hagas más. —No lo haré.
Se terminan los anuncios y continúa avanzando la película. El niño aprende a querer a las hormigas. Recupera su tamaño. Esta aventura le sirve para ganar confianza en sí mismo. Ya no tiene miedo. Ahora sabe que la unión hace la fuerza. Ya no se siente solo y, por primera vez, se enfrenta al grandullón; que huye despavorido. Así termina la película y va pasando la tarde.
Ahora toca jugar a los títeres. Con caperucita en una mano y el lobo en la otra. A veces me toca cambiar, coger a la abuelita o al leñador. Cuando termino con el cuento tengo los brazos agarrotados.
Ya son más de las siete y decido poner a los niños un rato en remojo. Lleno la bañera y los meto dentro. De este modo se distraen y yo descanso un poco. Hasta que pasa lo que NO debería haber pasado. Terremoto tira mi móvil al wáter. Lo saco histérica. Intento secarlo pero el aparato empieza a agonizar. Se queda bloqueado. Con la pantalla más negra que un agujero y con la única señal luminosa de la manzanita de los cojones. El teléfono empieza a estar cada vez más caliente. Intento sacar la batería pero no lo consigo. Se calienta más y más hasta que acaba reventando. PUM. Y se muere. No estoy a preparada para el golpe. Sufro una crisis. Una de las chungas.
Decido llevar el teléfono a una tienda para que me lo arreglen. Pongo los pijamas a los niños y salimos de casa. Bajamos en el ascensor. Los meto en el coche. Cada uno en su sillita. Conduzco por la calle México, que a estas horas, está a rebosar de gente. “Es como el Paseo de Gracia de Tánger”, bromeaba una amiga el otro día. Consigo aparcar. Cojo a la Peque en brazos y arrastro a Terremoto como puedo. Está muerto de sueño. Se le cierran los ojos. Llego a la tienda. Son casi las ocho de la tarde y la muy jodida está cerrada. Mierda. Los meto de vuelta en el coche. Me chupo el tránsito por segunda vez. Aparco. Hago la cena. Se la doy. Duermo a la Peque. Voy a intentarlo con Terremoto.
Para conseguir que se duerma he de meterme en la cama con él y contarle una historia. Decido explicarle una sobre un caballero que lucha contra un rey avaricioso. El caballero se llama como él y esto le fascina. Pasan aventuras, luchas y ganan los buenos. Colorín colorado, este cuento se ha acabado. Terremoto me pide agua. Se levanta a hacer pipí. Luego viene el turno de las preguntitas. Tropecientas. Termina una y empieza la siguiente. Y entonces me suelta:
—¿Las hormigas tienen pito? —No. Vaya. Que yo sepa. —¿Por qué no tienen pito? —Porque hay animales que tienen pito, como los monos, los toros, los perros…y otros, como los insectos, que no tienen.
Se calla. Parece que lo está pensando. Asimilando. Y entonces continúa.
—Pero… Mamá…entonces ¿cómo lo hacen para hacer pipí?
Santa inocencia. Que ingenuidad. La hormiga no tiene pito y a él lo único que le importa es el pipí. Claro, sólo tiene tres años. No ha descubierto la verdadera función de su pito. Sólo a una mente calenturienta como la mía se le puede ocurrir pensarlo. Si tuviera fuerzas me reiría pero estoy agotada.
—¡Basta! —le digo. —A dormir. No hay más preguntas. —Mama…¿qué es una pregunta?
Al intentar explicar la vida a tus hijos, las palabras pasan por tu boca, tu cerebro, pero, sobretodo, por tu corazón. Te das cuenta que tú también tienes muchas preguntas. Hace tiempo que buscas las respuestas. Quieres saber el por qué de las cosas. Y empiezas a flipar sin necesidad de fumarte nada. La Tierra. La Naturaleza. Los animales. Las estaciones. El Ser Humano. La vida. La muerte.
Es la historia del mundo. De nosotras, las personas. ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué hacemos en la Tierra? ¿Quién más hay? ¿Por qué nos hacemos mayores? ¿Cómo? ¿Por qué se muere la gente? ¿Dónde van cuando lo hacen? ¿Qué sentido tiene? Y así todo el día. Cuestionándose. Cuestionándote a ti y a todo continuamente. Es para volverse loco.
Los hijos te recuerdan, día tras día, que la vida es corta. Que el reloj corre imparable. Ellos crecen y tú envejeces.
Y es precisamente en momentos como este que te paras a pensar en el milagro de la existencia. Olvidas tu angustia. Tus preocupaciones. Tus decepciones. Tus frustraciones te parecen nimiedades. En este instante eres feliz. Estás contento de estar vivo. Aquí y ahora. Junto a una personita, que no mide más de un metro, pero que ya se cuestiona las mismas cosas que millones de personas en todo el planeta. La rueda gira. Gracias por dejarme montar en ella. Como decía Tiziano Terzani en su libro: Otra vuelta, por favor.