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Las ideas claras

Publicado el 29 septiembre 2020 por Trescuatrotres @tres4tres

Siempre fue una persona con las ideas claras. En aquel momento, todavía un adolescente, miraba hacia el paisaje, afuera, a través de la ventana empañada del autobús. Los asientos de madera revelaban que no viajaba en un último modelo, aunque tampoco era un aparato tan antiguo. El traqueteo del incómodo medio de transporte le impedía enfocar el horizonte, pero, con la mirada fija, sí que le ayudaba a concentrarse en sus pensamientos, sin nada que le entretuviese.

Eran tiempos complicados. Más si tus orígenes eran humildes. Más aún si te tenías que ganar el pan cuando apenas te afeitabas. Era una historia muy común en aquella época, pero no por repetida, dejaba de ser menos dura. Complicados, eran tiempos complicados.

Cuatro o cinco meses cada año que muchas veces se prolongaban hasta olvidar el billete de vuelta a casa. Vidas enteras. Ese relato ya se lo había escuchado a otros, pero, ahora, él era el protagonista. No sentía miedo, en cierto modo existía familiaridad en el tránsito. Al final del trayecto, lejano, un buen amigo le había preparado el terreno, lo que le hacía ganar en confianza. Allí le esperaban interminables horas de trabajo y muy pocas de ocio. El trabajo duro es uno de sus valores. Allí su ocio fue, como el de tantos, el fútbol, jugar al fútbol.

En aquella época él era humilde de un modo. Ahora lo sigue siendo, pero de otro. Le es difícil encajar el elogio. Pero siempre fue una persona con las ideas claras y aquel joven tenía la cabeza muy bien amueblada, de modo que ya sabía su objetivo, y ya sabía que para alcanzarlo sólo tenía que trabajarlo, perseguirlo sin descanso. La constancia es una de sus virtudes. Y su ocio, allí, jugar al fútbol.

Así fue como el trabajo en sus temporadas estivales en una isla, no fueron el fin, sino que se convirtieron en el medio para alcanzar sus metas. Su buen amigo le había preparado la oportunidad y él no la desaprovechó.

Entre jornadas de trabajo y más jornadas de trabajo encontraba los huecos para esas pachangas y ligas de verano. Destaca. Siempre destacó. Pequeño pero fuerte, delantero. Una especie de Kun Agüero o Ben Yedder, una mezcla entre Nino y Pedro Munitis, algo así, pero a su nivel, igual que ellos, pero distinto. Es su humildad de ahora la que le impide alabar a su joven yo. Él no es muy alto, "pero es que la altura hay que tenerla aquí" dice, señalándose el parietal, "en la cabeza", redunda. El mensaje lo capté a la primera. Pero se me tatuó con su insistencia. Mis hermanos y yo hemos escuchado esa frase miles de veces. No exagero. La inteligencia es uno de sus mensajes. En aquellos tiempos, jugar al fútbol era su ocio.

Alguna vez me dice que jugó con futbolistas de Primera de aquellos primeros años de la década de los 70. No me da nombres, pero sí me dice sonriendo que a más de un central le "hizo un lío". Claro que destacaba. Me lo imagino.

Me hubiese encantado verle jugar. Quiero decir, claro que jugó con mis hermanos y conmigo, pero nunca le vi en un partido con gente de su edad o su nivel. Dejó pronto de ponerse las botas y las calzonas, alrededor de los treinta. La responsabilidad. No me lo ha dicho, pero le conozco. Seguro que fue la responsabilidad. No poder permitirse una lesión, un mal gesto. La responsabilidad y el trabajo. La obligación antes que la devoción. Otra de sus frases.

Desde hace muchos años me siento a su izquierda en el Sánchez Pizjuán. Uno de los recuerdos más claros, y hace mucho de eso, fue su reacción a un iracundo exabrupto que me atreví a lanzar, seguro, contra algún mal árbitro, quizás fuese Díaz Vega, quizá Brito Arceo, quien sabe si fue el gominas o el mediático Iturralde. Malo era. Pero yo fui peor. Una mano fuerte se apoyó en mi hombro y me presionó hacia abajo haciendo que me sentase. "Una vez más y no vuelves a pisar este estadio". Lo entendí. El respeto se hace, se adquiere y se aprende de personas como él.

De sus veranos de trabajo en Mallorca solo me cuenta una cosa más. Hizo amistades en el mundo de aquel fútbol en blanco y negro. Los hizo hasta el punto de que le ofrecieron formar parte de alguna plantilla de algún equipo. Algo serio. Ya os digo yo que destacaba. Pero lo rechazó. Siempre fue una persona con las ideas claras y puedo dar fe. Nunca jugó profesionalmente, pero lo hizo con y contra profesionales. Y destacó. Y alguien lo vio. Y él lo dejó pasar. Porque él iba a estudiar. Y estudió. Trabajó para pagarse lo suyo. Y lo suyo fueron sus estudios universitarios. Pocos hubieran dejado pasar ese tren, pero, cuando me lo cuenta, sé que está convencido de que hizo lo correcto, y yo le creo.

Yo nunca le vi jugar al fútbol. Nunca sabré lo bueno que pudo ser. Pero sí le he visto trabajar, estudiar, esforzarse, enorgullecerse y frustrarse, preocuparse y alegrarse. Ahora veo como disfruta de mis hijos. Y me doy cuenta de lo que me ha enseñado. Y de como repito sus frases, su filosofía, como trato de inculcar el respeto, la educación y el trabajo en los pequeños mientras él no deja de mimarlos, olvidando para siempre esa filosofía que a él ya no le vale. Con ellos es el eslabón más débil. Y a ellos se les iluminan los ojos y les falta patio para correr cuando los recoge del colegio.

Muchas veces pienso que quizás yo me hubiese dejado seducir por aquella oferta. Pero no heredé ese talento. Nada. Ni una mijita. Mejor así. Porque yo no soy una persona de ideas claras. Mejor así, mejor pensar en la cara de bobalicón que se debe dibujar en mi sonrisa cuando los mayores del lugar me preguntan de quién soy y les contesto. Entonces, se acercan a mi oído y susurran "pues tu padre jugaba muy bien al fútbol". Justo ahora me vuelve esa sonrisa, justo ahora que escribo recordando que a mí me da igual lo bien que le diese a la pelota, que a mí lo que de verdad me importa es ver lo feliz que es cuando juega con sus nietos. Y, entonces, se me desparrama el orgullo.


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