Por Elisenda N. Frisach
Uno de los maestros del cine contemporáneo, Alain Resnais, vuelve a nuestra cartelera con Las malas hierbas, película que ha tardado casi tres años en llegar a las salas españolas desde que fuera presentada en el Festival de Cannes de 2009.
Basada en la novela L’incident de Christian Gailly, el filme redunda en los temas y las obsesiones que caracterizan la filmografía del director galo desde la última década del siglo pasado, de forma que vuelve a ser una reflexión, con visos de comedia ligera teatralmente estructurada, sobre el comportamiento social de los seres humanos, limitados por unas determinadas coordenadas culturales y espaciotemporales de las que resulta muy difícil sustraerse, en parte por la imposibilidad de ser plenamente conscientes de ellas. No por casualidad, tanto Smoking/No smoking (1993) como Asuntos privados en lugares públicos (2006) son adaptaciones de sendas obras de Alan Ayckbourn, dramaturgo heredero de la ilustre tradición del costumbrismo satírico inglés. Y es que el propio Alain Resnais opera con un espíritu análogo en sus últimas realizaciones, de ahí que la prostera etapa de su carrera se concrete solamente en piezas cómicas y musicales, generalmente corales y centradas en las vicisitudes, sobre todo sentimentales, de personajes pertenecientes a una extracción media/alta; un registro popular que parece destinado a amenizar para el espectador el elaborado, sutil y exquisito discurso fílmico mediante el cual dichas peripecias son plasmadas.
A este respecto, lo que singulariza Las malas hierbas de otras de sus creaciones recientes –pues incluso cuenta con su elenco de actores habitual– es un halo de misterio y surrealismo que envuelve y sublima la historia desde su mismo inicio, con unos títulos de apertura que ya sugieren la existencia de una realidad oculta y subyacente que, paulatina e irremediablemente, hace presa de un mundo civilizado y racional, igual que las malas hierbas invaden el asfalto y la piedra a poco que se les permita; una pulsión oscura y extraña, a partes iguales marciana, cómica y desasosegante, que habita en el interior de la mayoría de los personajes de la obra y cuya plasmación culmina en la resolución abierta del conflicto argumental y en la críptica y absurda escena de clausura.
De hecho, la misma trama que sustenta la narración parte de una premisa que trastoca las convenciones del relato clásico, pues cuenta un amor fou en su quintaesencia, merced a la obsesión que Georges Palet (André Dussollier) desarrolla hacia Marguerite Muir (Sabine Azéma) sin ni siquiera conocerla. A ello hay que añadir el secreto que oculta el pasado, y por tanto la personalidad, del primero, nunca desvelado, así como la pasión por los aeroplanos que comparten ambos protagonistas, un deseo de volar –con todas las connotaciones simbólicas que ello implica– que ella realiza de facto, mientras que él deba limitarse a ver Los puentes de Toko-Ri para satisfacer su ansia.
Con la destreza y autoridad propias de quien es dueño absoluto de su arte, Resnais es capaz de hacer patente la temática de la cinta (la abrumadora fuerza de la locura amatoria), gracias al uso, entre otros recursos discursivos y visuales, del PiP para recoger algunos de los pensamientos y/o recuerdos de los personajes; de la inserción del rótulo “fin” mucho antes del desenlace de la película (acompañado, además, de la sintonía de la Twentieth Century Fox); de la abundancia de raccords mediante lentos cierres y aperturas en negro; de la delectación en planos detalle de objetos con una funcionalidad relativa o nimia en la trama; de los flashbacks que dan excesiva importancia a información trivial, lo que trastoca la perspectiva del espectador; del ralentí que describe, de forma recurrente, “el incidente” que desencadena la intriga, todo un emblema de ese “deseo de volar” antes mencionado; de la voz en off de un narrador extradiegético que comenta la acción con un propósito distanciador e irónico; del sabio empleo de la inquietante, y excelente, música de Mark Snow; del cromatismo sensorial y alegórico de la fotografía de Eric Gautier… y un largo etcétera.
Por todo ello, Las malas hierbas es un filme digno de aprecio, que hay que saber ver sin prejuicios e intentando paladear la hondura que esconde la aparente insustancialidad de sus imágenes, sin duda obra de un auténtico virtuoso, que sabe seguir explotando su portentosa capacidad para construir relatos poéticos e hipnóticos, en la estela de sus clásicos Hiroshima, mon amour o El año pasado en Marienbad, aunque haya dejado ya de lado la experimentación formal para construir un universo basado en historias cotidianas e intrascendentes, de tono amable, liviano, casi casual… pero no por ello menos singular, talentoso, imaginativo y bello.