Ocurre cíclicamente: de repente nos paseamos por las mesas de las novedades de las librerías y tropezamos con uno de estos volúmenes que supuestamente reúnen piezas maestras dedicadas a perros o gatos, hojeamos brevemente las primeras páginas en busca del índice, comprobamos que todo parece correcto –es decir, que los autores pertenecen en su mayor parte al canon narrativo- y nos lo llevamos con un sentimiento parecido a la gula. Salimos entonces de la librería deseando llegar a casa para entregarnos a la lectura, seguramente en nuestro sillón más cómodo, y seguramente acompañados por uno de nuestros mejores amigos: tal vez un gato que trepe por el respaldo silenciosamente y nos acaricie con un mero roce de su cola, o bien un perrito juguetón que tal vez se aburra y pretenda quitarnos el tomo de las manos. A veces las cosas empiezan bien, siguen regular, nos hacen luego alzar una ceja y, finalmente, cuando ya hemos pasado varios relatos aguardando al siguiente, confiados en el nombre de su autor –‘seguro que este no falla’-, terminamos por admitir que el libro es un fiasco. Esta recopilación publicada por Siruela no es una excepción. Y después de haber leído unas cuantas quizá sea el momento de reconocer que la mayoría de los escritores han fracasado en su acercamiento al mundo animal. Y me atrevo a opinar que lo han hecho por una suerte de temor ancestral a desnudarse al hablar de esta clase de sentimientos, ese otro “amor que no osa decir su nombre” o, de manera más simple, ese nexo ancestral e inexplicable que nos une a los seres con quienes, a fin de cuentas, compartimos la naturaleza. Pocas veces encontramos una indagación verdaderamente arriesgada y profunda acerca de la conmoción que produce el afecto inesperado hacia un animal, la sensación de hermandad y compañía, la felicidad cotidiana o el grado de comunicación que podemos alcanzar con ellos, comunicación hecha de pequeños gestos, que no de largos discursos humanizadores. Este libro, como muchos otros de su cuerda, es un muestrario de inanidades, de apuntes ingeniosos y de pequeñas historias presuntamente graciosas, servido todo con el tono desapegado de quien se retira unas migajas de la manga de la chaqueta. Aparecen en él, sí, fragmentos narrativos o cuentos que pueden considerarse característicos de sus autores, de tal forma que, digámoslo así, los perros simplemente pasaban por allí. Y esto se hace más evidente por cuanto algunas excepciones ejercen de contraste. Jack London nos ofrece un maravilloso relato épico que es, ante todo, una historia de amistad en la naturaleza más salvaje; Eric Parker explica la manera sibilina en que los pequeños peludos se introducen en nuestras vidas, colocan un espejo ante ellas y las trastocan; P. G. Woodehouse recurre al humor y al surrealismo en la pieza más divertida del conjunto; Sir Arthur Bryant llega a ser emotivo en su caballeresco ejercicio de memoria; y Chesterton, en fin, escribe un típico relato del Padre Brown donde un perro asume un papel principal. Lo demás, está ahí, y los lectores seguiremos a la espera de que algún autor se pregunté por qué, siglo tras siglo, continúan a nuestro lado pese al mucho mal que algunos les hacen y gracias, quizá, a lo mucho que otros los queremos.