Por David Brooks*
¿De dónde es usted? De Guerrero, de Acapulco, responde el mesero que atiende a una estadunidense, un cubano, un venezolano y otro mexicano en un restaurante en Manhattan, adonde, entre otros, llegan algunos participantes del debate en la Organización de Naciones Unidas. Otro mesero ofrece agua y responde a la misma pregunta: Ecuador. Un tercero comenta que es de Turquía, de Estambul; todos trabajan y conviven todos los días.
Para llegar al lugar desde cerca de la sede de la ONU, donde decenas de jefes de Estado y sus amplias delegaciones asisten al debate anual de la Asamblea General, el taxista maneja por las calles abrumadas de tráfico por las estrictas medidas de seguridad y los convoyes de camionetas negras escoltadas por el Servicio Secreto. ¿Ustedes están aquí para lo de la ONU?, pregunta. Le responden que sí. Y comenta: “todo eso es puro bullshit (algo así como pura paja, puro teatro), ¿no?”
Ya de noche, escapando por vías subterráneas de la zona inundada por los políticos y diplomáticos que asisten a dar sus muy importantes discursos ante la magna sala de la Asamblea General y participar en sus muy importantes reuniones, cenas y cocteles para, supuestamente, decidir el futuro del planeta, aparece otro mundo.
En el metro, cuatro jóvenes regresan del partido de los ya derrotados (para esta temporada) Yanquis, de hecho, el último juego en casa donde apareció el más gran cerrador de todos los tiempos, el panameño Mariano Rivera. Todos con camisetas de su equipo favorito. Uno de ellos, blanco pero tal vez de origen italiano, se acerca y se sienta junto a dos chicas guapas mientras sus cuates se quedan del otro lado del vagón, mirándolo con esa risa nerviosa adolescente al ser testigos de un intento de ligue, o por lo menos coqueteo. Primero es lo más convencional, que si no les gusta alguno de sus cuates, que si se los presenta y más, pero de repente algo cambia. ¿De dónde son?, les pregunta. Una, de ojos brillantes y risa peligrosa, le cuenta que sus padres son de Haití, pero que ella creció en Canadá antes de llegar a vivir aquí. La otra, más cautelosa que su amiga, dice que es de Tailandia, pero creció aquí. De ahí empezó un diálogo sobre la vida de los jóvenes aquí, qué música escuchan, adónde van a bailar, qué estudian.
Del otro lado del vagón se repiten las escenas cotidianas en estas catacumbas de Nueva York: un chino lee el periódico, un hasídico con un texto bíblico, tres musulmanas con parte del rostro cubierto, africanos en una intensa conversación en inglés, unos rusos, unos mexicanos hablando de un patrón y de una fiesta, hindús, y así (muchos se pueden identificar por lo que están leyendo, sobre todo periódicos).
En Washington Square, en una escapada del mundo bien vestido y perfumado, el jazz acompaña una tarde cristalina, mientras un centenar de personas rodea un acto realizado por dos gemelos afro estadunidenses y un baterista.
Seleccionando voluntarios entre la gente, acomodan en fila a una europea rubia, una hindú, un japonés, un anglo y una afro estadunidense. Los que observan parecen representar todos los continentes. Piden que los voluntarios ofrezcan sus bolsas, y cuando obedecen les dicen, ¿de verdad le estás dando tus pertenencias a un joven negro desconocido? Obviamente no eres de este país. Piden que se agachen y pongan horizontal la espalda. Uno de los gemelos da varios pasos atrás mientras su hermano declara: ahora van a ver algo muy inusual: un negro corriendo a toda velocidad sin que un policía lo esté persiguiendo. Después de un poco de suspenso, el otro corre y logra saltar a toda la fila antes de caer con una maroma del otro lado. Entre los aplausos y risas se escuchan comentarios en varios idiomas. El jazz sigue en otras esquinas, música nacida aquí pero hecha por sonidos de todo el mundo. Por teléfono llega una invitación: Mono Blanco de Veracruz y Jarana Beat de Brooklyn, entre otros, ofrecen un fandango en el Upper West Side.
Mientras los líderes del mundo hablaban de si incluir o no la amenaza de ataques militares para resolver el asunto de las armas químicas en Siria, o la dramática iniciativa diplomática de Irán en sus relaciones con Washington y Europa, de cómo el presidente de Sudán no llegó porque está acusado de crímenes de lesa humanidad, de disputas sobre la ilegalidad del espionaje mundial por Estados Unidos, y mientras proseguía día con día la infinita lectura de discursos que casi nadie en el mundo escucha, más que las propias cúpulas de los líderes de los estados miembros de la Organización de Naciones Unidas, afuera, a unos pasos, hay otro mundo.
Aquí, en esta ciudad donde casi la mitad de la población es inmigrante, donde se hablan por lo menos 200 idiomas, en esta torre de babel, nadie está amenazando con bombardear a otros, nadie espía a los demás, nadie ofrece grandes discursos sobre la paz, los derechos y la seguridad nacional mientras hace todo lo contrario. No es que no haya broncas que estallan de repente, o enfrentamientos racistas; hace unos días un grupo de jóvenes rodeó a un médico sij que trabaja en la Universidad Columbia al grito de: agarren al terrorista y lo golpeó, suponiendo que era árabe por su turbante y barba. Y a veces hay balaceras y tensiones de todo tipo. Pero lo que más sorprende día a día en esta ciudad, tal vez la más diversa en el mundo, es la convivencia en paz de tantos.
Acá afuera hay otras naciones unidas. En las naciones unidas de las calles no hay tanto temor y mucho menos bull-shit que en esa organización de naciones más bien desunidas. Tal vez es hora de que los distinguidos líderes se atrevan a salir a la calle y, tal vez, aprender otros idiomas, diferentes del que se habla en esos pasillos del poder. En las calles hay aromas de todo tipo, pero, como dijo aquel bolivariano ante la ONU del olor ahí adentro hace unos años, acá afuera no huele tanto a azufre.
(Fuente La Jornada; tomado de Cubadebate
*Periodista mexicano, corresponsal del diario La Jornada en los Estados Unidos.
Foto de Gabriele Senft, tomada de Internet