Por Navidad les dimos de cenar. Fue un convite magnífico, un auténtico banquete a base de despojos. Croquetas, tortilla de patatas, fiambres variados, gambas recocidas y un vino del Ribeiro muy ácido. Seguramente algo más, pero no recuerdo. Y ellos agradecidos, una manada de vuelta de su vida pero dispuesta a devorar las nuestras, pacifistas oficiales condenados a clasificar libros en la biblioteca de la asociación durante doce meses. Algunos tuvieron suerte y pudieron escapar antes, con la excusa de un trabajo o con cualquier otra. La presidenta era exigente pero comprensiva. Recuerdo su hambre, el hambre de la presidenta, la del secretario, la del tesorero y la de los demás. Voraz. La furia de todos golpeando las vidrieras veinte minutos antes de la hora. La avalancha. Un alud de chatarra humana que llenó el salón en cuanto abrimos las puertas. Los gritos, los ojos desorbitados, las bocas sin dientes, el olor excesivo de sus cuerpos perfumados para la ocasión. Aquel día amé aquellos cuerpos y aquellas bocas, y al amarlas sentí que cumplía mi deber de servicio a la sociedad, sentí el calor de la patria. Les decía, “señoras y caballeros, no se apuren. Hay para todos”, y me inclinaba gentilmente con la bandeja en la mano y ellos devoraban. Miraba sus bocas, el fondo de sus bocas repletas y aspiraba el hedor perfumado de sus cuerpos y sentía que los amaba y que llenando sus copas con aquel Ribeiro tan ácido cumplía un deber de servicio a la patria. La presidenta guardaba el vino bueno detrás del mostrador y al final lo compartió con nosotros. Era una mujer flemática y muy segura de sí misma. Era severa pero comprensiva. ¡Oh, viejos, cuánto os he añorado! Aquellas Navidades, vuestra hambre voraz fue mi patria.