Nada de lo que ocurre ante nuestros ojos debería asombrarnos; es "Las niñas", aunque no existe tal relato coral en la películas del mismo título, debut en el largometraje de Pilar Palomero, un retrato cotidiano del tránsito hacia la adolescencia de su protagonista.
Es el surgimiento de la curiosidad por el sexo, por las ganas de hacer cosas diferentes a aquéllas que nos marcan las normas de los adultos. Es el momento de plantearse, por primera vez, las preguntas de la vida y del futuro.
En el universo de Celia abundan los silencios, casi todos impuestos, desde los que se muestran en la escena de apertura, donde una sucesión de rostros escolares parecen cantar, pero sólo fingen que cantan vocalizando en silencio; hasta los que sobrevuelan la vida familiar con su madre, porque Celia es hija de madre soltera en la España de 1992, vive en un piso humilde de Zaragoza y estudia en un colegio de monjas exclusivamente femenino. "Las niñas" habla de la educación para la simulación, para no salirse del carril determinado para las mujeres conforme el patrón de la iglesia dominante. En ese ambiente represivo y retrógrado sólo dos alumnas parecen dispuestas a ser autónomas e interrogarse sobre las verdades admitidas sin crítica alguna. Con la llegada de una nueva alumna, la huérfana Brisa, un aire nuevo parece entrar en el colegio para Celia al encontrarse con otra persona dispuesta a reclamar su individualidad por encima de la obediencia del rebaño.
El uso de un formato casi cuadrado para la imagen no debe confundirse con una idea de opresión sin límite y la ausencia de oxígeno para respirar libremente, sino más bien con la idea de imagen de grabación casera, como esas viejas cassettes compartidas entre las escolares. Un formato y un color deliberadamente avejentado, como si los 90 hubieran sido mucho más viejos y anticuados que estos años 20 del presente.
La directora retrocede a 1992 como si aquel año fuera, todavía, una continuación de la dictadura en la educación; olvidando que más allá de los colegios religiosos de educación segregada, existía otra sociedad mucho más permeable y sensible con las libertades. No se quiera interpretar que la película pretende hacer un retrato social de esos días, ni mucho menos, se utiliza un momento de la historia reciente porque es el que corresponde con la edad que tenía la directora cuando le tocó pasar por un colegio similar y recopilar todas estas vivencias propias y ajenas tan reconocibles. En un mundo que cambiaba muy deprisa y se precipitaba hacia un retroceso de libertades y derechos generalizado, los principios de los 90 todavía eran los últimos momentos de esperanza en un mundo mejor, un mundo en el que la religión puso sus manos de adoctrinamiento gracias al apoyo del partido de gobierno desde 1982, promocionando el asentamiento de generaciones de jóvenes educados en el miedo, el castigo, el pecado y la amenaza fantasma de un infierno conectado con el sexo.
Una España de curas y cabreros obligada a repetirse una y otra vez en sus mismos errores.
Estamos ante un debut en la dirección que roza el notable, que apuesta por el ritmo calmado y el fluir sereno en el desarrollo de una historia personal, y familiar, que siempre va a permanecer oculta porque se vislumbra un tabú impronunciable conforme los hechos se suceden. Un mundo de silencios y faltas de respuestas que el modelo educativo tiende a reforzar para que cuando esas muchachas crezcan se comporten como madres de familia y amas de casa "ejemplares", un modelo que asumen las crías con naturalidad pese a que en sus casas la realidad es muy distinta a la que esas monjas antididácticas repiten día tras día.
El mundo de Celia es un mundo de soledad, de horas muertas esperando la llegada de una madre reventada de trabajar, un mundo en el que la amistad abre las puertas a conocer de cerca otras realidades que le permiten empezar a utilizar el "no", ya expresamente o a través del silencio acusador que incomoda al adulto. Y sin embargo, en esta historia de preadolescentes inquietas por lo que se les oculta, esa opacidad hacia lo que no se ve, termina jugando en contra de la propia película. La ausencia y la no respuesta termina haciendo grande al personaje que se quiere dejar en segundo plano y este espectador prefiere el sufrimiento de la madre, que podemos adivinar, a las dudas de la hija que terminan cayendo en un bucle repetitivo.
Desde su primera aparición el personaje de la madre interpretado por Natalia de Molina será presentado en sordina. Ya sea ante un espejo del cuarto de baño, con el rostro de Celia en primer plano y el cuerpo de la madre detrás; o con un fugaz beso a la hora de despertar antes de irse a trabajar, la madre es un personaje omnipresente en el desarrollo de la película pese a sus fugaces apariciones.
Lo que termina ocurriendo, con independencia de si se admite o no como necesaria la recolección de anécdotas escolares con metáforas demasiado poco sutiles (la verja de la puerta de la escuela, el crucifijo amenazador frente a la imagen de la virgen maternal y protectora), es que, a fuerza de dejar al personaje materno fuera del objetivo, pero determinante en las cuestiones que se plantea la niña acerca de su paternidad y el porqué de la ausencia de contacto con la familia materna, es que la película echa en falta esa historia que sobrevuela de la madre porque se convierte en el personaje capital de las dudas, medias verdades, silencios y mentiras que percibe Celia y que le hacen descubrir que el mundo de los adultos se sujeta sobre la representación de un papel, sobre la (di)simulación de una realidad para transformarla en lo que es más cómodo si no se pregunta o no se insiste.
Es muy fácil engañar a un niño con el "mañana te lo compro", utilizado en "Las niñas" con "el mes que viene" para reforzar esa necesidad económica permanente de la familia (una pregunta que surge es si una madre tan vulnerable económicamente podría permitirse pagar un colegio privado), pero conforme crecemos todas las mentiras salen a la luz, y aunque no se reconozcan, ni se cuenten, sabremos que hemos crecido en el engaño, como le ocurre a Celia, quien al final de la función decide saltarse la norma, cantar y dejar oir su voz, entonada o no, una voz suya y no la que los demás quieren que calle
Esperemos la siguiente película de Palomero, si llega, este país no es de dar muchas oportunidades a la cultura. El último lustro, quizás desde "Las amigas de Agata", el debut cinematográfico de no pocas producciones españolas se ha centrado en esa difícil edad del paso de la infancia a la pubertad o de ésta a la edad adulta, casi todas ellas filmadas por mujeres y con no pocas referencias autobiográficas en su desarrollo.
Salir de esa zona de confort de lo ya conocido por vivido, olvidarse de ser el ombligo para ser el cerebro de la creación es un reto que todas estas nuevas generaciones de cineastas tendrán que afrontar en sus próximas obras. Se está corriendo el riesgo de exponer al espectador demasiadas veces, en poco tiempo, a las mismas historias, y en un mercado tan poco proclive como el nuestro a apoyar lo propio, y ahora ni lo ajeno, se convertiría en un nuevo motivo de deserción de las salas con la etiqueta de "otra película más de adolescentes" en un país donde se es adolescente hasta edades infinitas.
Bienvenido, con sus imperfecciones, cine como éste; convenza más o menos, un cine que siempre contará con un amplio beneplácito por referirse a momentos y situaciones por las que muchos hemos pasado. Pero que sea una película hecha por mujeres y contada por mujeres no debería llevarnos a pensar que existe una perspectiva de género (como ahora se dice) o una mirada feminista radicalmente opuesta a la masculina. Ni mucho menos, sólo dos de los personajes de esta película están dispuestas a salirse de la ruta prefijada para ellas, imaginen a todas las demás mujeres de ese colegio el tipo de modelo familiar que han podido inculcar en sus hijas e hijos 25 años después.
No hay feminismo en la película, hay un retrato de una parte importante de por qué sigue imperando el machismo social en este país.
LAS NIÑAS. España. 2020. Dirección y guion: Pilar Palomero. Productores: Valérie Delpierre y Alex Lafuente. Fotografía: Daniela Cajías. Música: Carlos Naya. Montaje: Sofía Escudé. Sonido: Amanda Villavieja. Intérpretes: Natalia de Molina, Andrea Fandos, Zoe Arnao, Carlota Gurpegui, Francesca Piñón. 96 minutos.
Miguel Ángel Martín Maestro