Revista Espiritualidad

Las rejas de una bofetada

Por Juanantoniogonzalez

20130205-172929.jpgLas cuatro de la madrugada. A la noche le queda aún algunas horas más por recorrer. Por mucho que miramos el reloj, uno que está colgado en la pared junto a un cartel con la fotografía de cinco desconocidos, el tiempo parece haberse detenido. Aquellas tres agujas apenas avanzan. La espera se vuelve eterna dentro de esa esfera. Las manecillas golpean de manera pausada cada instante, lo hace en ese martilleo continuo, como ese punzón que se clava en la piel, dejando una huella que a estas alturas de la vida ya no se borrará jamás.

Han transcurrido ya cinco horas desde que nos sentamos en estas sillas blancas de plástico. Frías, sucias. Varios nombres aparecen grabados. Aquí no existen corazones, ni declaraciones de amor. Por este lugar no aparecen flechas de cupidos que hayan lanzado. Aquí, esas puntas de dolor son de navajas que han tallado de rabia esos nombres, de alguien, que alguna vez, pasó por aquí. Carmen, Luisa, José. Justicia, libertad, venganza, miedo.

El silencio de la sala de espera apenas queda roto por una conversación que se oye al otro lado de la pared, y por las agujas de ese maldito reloj que parece no correr. Ambos nos miramos sin decir una palabra. Ya llevamos juntos el tiempo suficiente como para saber que estamos pensando el uno y el otro. Sin embargo, ninguno de los dos encontramos una explicación a esta situación. Qué podemos decirnos. En nuestros ojos no cabe reproche alguno, pero si brota un aire de culpa. Nuestras manos se quieren acariciar, en ese intento de decirnos algo que nuestros labios no son capaces de expresar. Me he levantado, quiero dar unos pasos en aquella pequeña sala de espera. Ella sigue sentada, así lleva desde que llegamos. Apenas levanta la cabeza, su mirada permanece perdida en algún momento, buscando quizás dónde se halla nuestro error. Permanece callada y sólo una palabra sale de sus labios: Ojalá.

Sólo han pasado diez minutos y se oyen unos pasos. Al fondo del pasillo se escucha una voz. Es un tono grave, no ha titubeado en ningún momento. Aquel silencio ha quedado roto por esa voz y por el sonido del timbre de una llamada de teléfono. Me ha llamado por mi apellido. He olvidado mi nombre. Abre la puerta y asoma la cabeza, entra en la sala y se sienta a nuestro lado. Podría ser nuestro hijo. Aunque sus sienes ya se han poblado de canas y alguna arruga se aprecie en la frente, no lo es. Él no lo es.

Las dos tazas de café que nos trae humean. Permanece sentado a nuestro lado. No habla, sólo nos mira. Su mano se ha posado en mi hombro. Siento como sus dedos presionan levemente mi brazo. Sabe calmar la tensión de ese momento. – Intenten descansar, hasta mañana no podemos hacer nada más-, nos dice. Mi esposa rompe a llorar y de su boca de nuevo la misma palabra: Ojalá.

El reloj sigue detenido en esta noche que se hace demasiado larga en el tiempo. Y los dos lloramos. Lloramos sin parar. ¿Cómo corto esas rejas?, me pregunto, en las que nos ha atrapado las bofetadas que nuestro hijo dio a su mujer. Y entre lágrimas, sólo pronunciamos una palabra: Ojalá.

Porque ojalá pudiera volver el tiempo atrás. Ojalá pudiera saber qué hicimos mal. Porque mañana cuando escuchemos decir ojalá se muera ese maldito, será nuestro hijo el que pierda su libertad, y nosotros quedemos atrapados en esos otros barrotes que él nunca debió levantar. Ojalá todo fuera una pesadilla, y que sea la noche la única que sepa hacer que todo esto se pueda olvidar.


Archivado en: Reflexiones y pensamientos, Relatos breves Tagged: cárcel, género, lágrimas, miedo, padres, venganza, violencia
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